Cada quien interpretará las distintas señales de los últimos meses y posteriores al 1 de julio como mejor le convenga. En particular, a propósito de la existencia de un pacto –tácito o explícito, antiguo o reciente, protocolario o sustantivo– entre López Obrador y Peña Nieto. Asimismo, habrá quienes alegarán que sí se forjó un pacto, pero que fue irrelevante en lo que a la victoria de AMLO se refiere, ya que su margen de triunfo rebasó el efecto de cualquier factor específico y concebible. Algunos –por ahora muy pocos– insistiremos en la existencia y la vigencia del pacto, no para litigar eternamente la elección –ya fue– sino para entender las consecuencias del entendimiento entre AMLO y EPN en el futuro.
No discrepo en exceso con la apreciación de Andrés Manuel sobre la idoneidad automática de personalidades emanadas de la sociedad civil para ocupar cargos públicos. El ejemplo del INAI no es despreciable, y podríamos encontrar muchos más. Tampoco he sido nunca una gran defensor del Sistema Nacional Anticorrupción, ni creo que el nombramiento de un fiscal general de la nación y de un fiscal anticorrupción que le reporte, constituyan soluciones apropiadas ni suficientes para acotar los estragos de la corrupción en México. Pero dudo que sean esas las razones de AMLO para oponerse a reformar el Artículo 102 de la Constitución y verse obligado a renunciar a la facultad de nombrar a una terna entre la cual el Senado –donde dispone hoy y a partir de septiembre de una amplia mayoría– elegiría al funcionario. Son otras razones, o más bien una, en el corto plazo, y otra en el mediano.
Un fiscal independiente por definición implicaría que no recibiera instrucciones del presidente. Ni de perdonar a alguien, ni de perseguirlo. Un fiscal a modo, para no decir carnal, es exactamente lo contrario: el primer mandatario decide quién es el chivo expiatorio –Díaz Serrano, La Quina, Raúl Salinas, Elba Esther Gordillo– y la PGR, la Contraloría, Función Pública o quien sea, acata. Y viceversa: el jefe exonera –esta lista es interminable- y todos se agachan y callan. Eso es lo que necesita López Obrador en su pacto con Peña.
De lo que se trata es que la decisión permanezca en sus manos, y no en las de una fuerte personalidad, sin antecedentes de cercanía con él, con peso propio más allá del cargo, y susceptible de incumplir las órdenes, implícitas o directas, que reciba de arriba. No es un asunto de mucha ciencia, incluso si Morena no hubiera alcanzado mayoría funcional –la que cuenta– en el Senado.
Ahora bien, si alguien pregunta para qué busca AMLO una tal omnipotencia en esta materia, empecemos con el pacto. Lo esencial es garantizarle a Peña que nadie lo investigará, mucho menos acusarlo. Lo mismo vale para Ruiz Esparza, Rosario Robles, Emilio Lozoya, y los que se acumulen. El tema no es que surjan casos; la pregunta es si se buscan, se investigan, o no. Todo indica que no se investigará a nadie del sexenio de EPN. Pero el compromiso debe blindarse, para que sea creíble. De allí la primera importancia de la sumisión del fiscal.
La segunda viene después. Andrés Manuel se jacta de ser honesto en lo personal. Desde Echeverría, no conozco a un presidente que presuma lo contrario: “¿Soy un ratero y qué?” Concedámosle el gusto. ¿Y sus colaboradores? Como cualquier mandatario, aquí y en China (ver a Xi Jinping), AMLO querrá decidir por su cuenta a quién despide, y a quién persigue, a quién perdona y a quién condena. Tendrá colaboradores corruptos: su pasado, y el de México, lo garantizan. La pregunta es qué hará al respecto. Con un fiscal amigo, la decisión será solo suya. De eso se trata.