I
Por primera vez en la historia de México, la opción que se ubica a la izquierda en el espectro político partidista está en condiciones de ganar unas elecciones nacionales.
Así, por lo menos, lo advierten las encuestas, que le otorgan al líder de la coalición Juntos Haremos Historia, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), una ventaja de hasta dos a uno. Este triunfo, sin embargo, también significará el ascenso del partido ubicado en el extremo opuesto. «Así como Morena viene a reemplazar al PRD, nosotros venimos a reemplazar al PAN», declaró a este diario Hugo Eric Flores Cervantes, presidente del Partido Encuentro Social (PES), de origen evangélico e ideología ultraconservadora.
«La izquierda y la derecha, unidas, jamás serán vencidas», escribió Nicanor Parra en uno de sus mejores antipoemas, sin poder imaginar que su broma terminaría convirtiéndose en devenir político de su continente. Y es que una situación tan absurda como la mexicana no puede ser analizada desde la racionalidad política o desde el orden institucional: a los electores y a no pocos candidatos hoy los moviliza el sentimiento y no el pensamiento. Y en el campo de los emociones, lo sabemos, izquierda y derecha no son sino el magma de la desesperación. El coraje, la rabia y la necesidad de desquitarse han tomado el sitio de las ideas.
«Voy y vengo», escribió, de nueva cuenta, Nicanor Parra, sobre una cruz de la que el hijo de Dios acaba de marcharse. ¿Qué significa esta broma? Que, aunque no tarde, aunque tenga asuntos diferentes a los de Su rebaño y aunque vaya, por supuesto, a regresar, el Hijo de Dios decidió, al marcharse, dejar su cruz entre nosotros, dejar su institución y su ideología entre los hombres. El poema-objeto de Parra es una sentencia: aquello que no debería retirarse, aquello que no debería nunca de hacer falta, son las instituciones y las ideologías. En esto, sin embargo, el último gran poeta de la lengua tampoco acertó: de México, como del resto de países de la región, las instituciones y las ideologías parecerían haberse marchado hace tiempo —y no porque hayamos alcanzado el ideal anarquista—. El desamparo, la desesperación y el ansia de reparo han tomado el lugar del contrato social.
Los latinoamericanos, en general, y los mexicanos, en particular, hemos sido convertidos en freelance sociales, porque al interior del Estado, la economía arrasó a la política: ningún contrato protege ni garantiza los derechos más elementales. Hemos sido crucificados sobre el aire y el vacío: pensemos en las mineras que expolian las tierras desde el Río Bravo hasta la Patagonia, asesinando líderes indígenas y campesinos; pensemos en la industria maderera y en las industrias agroquímicas, que no sólo transforman ecosistemas y arrasan territorios sino que exterminan comunidades a lo largo y ancho de la masa continental; pensemos en la industria del narcotráfico, la trata de personas y el crimen organizado, que además del individuo, despedazan la unidad familiar y la base social, al tiempo que descomponen ciudades y pueblos enteros.
Una situación tan absurda como la mexicana no puede ser analizada desde la racionalidad política: a los electores y a no pocos candidatos hoy los moviliza el sentimiento y no el pensamiento
Y pensemos, también, para no actuar como lo hace el capital: reduciendo todo a números, en la muchacha que sale a trabajar pero que no llega a su trabajo, ni vuelve tampoco a su casa, porque tuvo la desgracia de cruzarse una patrulla. Pensemos en la madre que busca a esa hija desaparecida en Veracruz, yendo de una oficina a otra, de una autoridad a otra, de una instancia del Estado a otra. Pensemos en el hijo de esta madre, desaparecida mientras buscaba a su hija, parado ante las puertas de un cuartel, porque alguien, un vecino o un soldado de permiso, le aseguró que allí había sido vista. Pensemos en el padre de este muchacho y de aquella muchacha, en el esposo de esa mujer que nadie encuentra, marchando sobre el asfalto de una carretera, como si éste fuera su único recurso: vagar por un país, con tres fotografías enmohecidas y la vida destrozada.
II
El próximo 1 de julio, de acuerdo también a los análisis más serios, ganará las elecciones el candidato de los partidos que se ubican más hacia la izquierda y más hacia la derecha en el espectro político mexicano. Un candidato que, además, ha pactado con políticos de centro, centro derecha, centro izquierda y centro radical.
El coraje, la rabia y la necesidad de desquitarse han tomado el lugar de las ideas. El desamparo, la desesperación y el ansia de reparo han ocupado el lugar del contrato social. ¿Qué más dan la izquierda, el centro o la derecha? ¿Qué más da, de hecho, la reputación o la hoja de ruta seguida por aquellos con quienes AMLO ha pactado y a quienes, de rebote, los electores de la coalición Juntos Haremos Historia acabarán por votar? De nuevo, me viene a la cabeza Nicanor Parra. Aquel otro poema-objeto suyo, en el que una báscula en eterno equilibrio nos permite leer, sobre su disco izquierdo, la palabra «democracia», mientras que, sobre su disco derecho, leemos la palabra «dictadura».
Hace meses, la elección de 2018 dejó de ser un asunto racional y se convirtió en una cuestión emocional. Porque la democracia es un privilegio de clase y la dictadura una imposición a los de abajo, en un país donde los de abajo son ochenta millones de personas; porque la democracia, que tanto pregonan nuestros intelectuales y políticos, no es sino una escala del poder adquisitivo, mientras que la dictadura es el trabajo esclavizado, la inmovilidad social y la desgracia generalizada. En estas condiciones, una elección deja de ser la competencia entre proyectos políticos y deviene referéndum: un referéndum sobre los límites de la tolerancia de aquellos que más han padecido. Como en cualquier situación límite, al votante le importa más su sufrimiento personal que la reputación de este o de aquel oportunista.
La democracia, que tanto pregonan nuestros intelectuales y políticos, no es sino una escala del poder adquisitivo, mientras que la dictadura es la desgracia generalizada
«A mí sólo me importa», se escucha al esposo y padre de los hermanos y la esposa desaparecida; «no me interesa nada más», asevera el sobreviviente de la última balacera en Reynosa; «yo sólo quiero», empieza su frase la mujer que acaba de perder su parcela; «me da igual», reitera el líder comunitario cuyo compañero amaneció asesinado hace un par de horas; «eso qué», responde el muchacho cuyos padres buscan trabajo, desesperados, desde hace varios años; «lo sé y no me interesa», insiste el primo del pequeño a quien, en lugar de quimioterapia, le inyectaron agua con sal en la vena; «dime lo que quieras pero», asegura la muchacha que primero tuvo que irse del país y que después fue deportada, sin que nadie intercediera por su caso, «ahora sí ya estuvo», exclama el estudiante cuyos compañeros fueron secuestrados y desaparecidos por unas fuerzas del orden cuyo único trabajo, cuya única obligación, tendría que haber sido la de protegerlos.
«Sí. Y no me pregunte por qué. Decir por qué es caer en la tontera. Por ese camino se llega al no», escribió, en otro de sus antipoemas, Nicanor Parra, adelantándose, otra vez, al futuro de su región y acertando nuevamente. Y es que en las circunstancias actuales, lo único que importa es que alguien prometa que volverá a poner un límite, que volverá a poner un freno: un freno a la humillación, al abuso, al desamparo, a la muerte y a la destrucción, incluso, de los cadáveres: «a mí sólo me importa», reclama el joven que recorre el país enterrando su varilla contra el suelo, oliendo luego el metal que ha desencajado y aseverando, finalmente: «sí, aquí abajo yace un cuerpo».
En este país, donde el poder económico considera que sólo existen dos tipos de cosas: las que se roban y las que inspiran ganas de robar; en este país, donde el poder político asume que solamente existen dos tipos de personas: aquellas a las que se les miente y aquellas que infunden ganas de mentir, insisto, lo único que, al final de día, resulta trascendente, es que alguien ponga un alto. O lo prometa. Que alguien encarne la posibilidad de un nuevo contrato social. O lo prometa.
Y este alguien, nos guste o no a los electores que, por nuestros privilegios —color de piel, nivel educativo, poder adquisitivo, consciencia política—, no hemos llegado aún al punto de decir: «me da igual pero», es AMLO. No importa si creíamos que ese alguien era María de Jesús Patricio, si pesábamos que era el voto en blanco o si jurábamos que era otra forma de organización.
Importa lo que cree esta mayoría. Porque, en este caso, esta mayoría está compuesta por la gente que, en lugar de haber vivido, ha sobrevivido, ha padecido el haber sido crucificados sobre el aire y el vacío.
Más que una opción política, AMLO es, en esto lo convirtieron sus votantes, la única opción de punto final que tenemos. Y aunque no creo en él , creo en la gente que cree en López Obrador y en su proyecto
III
El 1 de julio ya llegó, está aquí, a la vuelta de la esquina. En este sentido, AMLO y su frente variopinto, Juntos Haremos Historia, ya ganaron las elecciones. Y ganaron por un margen cercano al cincuenta por ciento.
¿Importa, entonces, que hablemos del carácter del voto, del voto individual, del voto de cada uno de nosotros? Por supuesto que sí. Primero, porque, como dice el ensayista y escritor Luis Muñoz Oliveira «siempre importa por quién votas: Clinton no era igual a Trump»; después, porque el suceso que está aconteciendo es un suceso histórico y no un mero evento electoral: el hartazgo que ha emergido deberá ser convertido en contrato social y defendido por todos aquellos que, creyendo o no en AMLO y su coalición, creemos en la justicia de ese hartazgo.
«Sólo en la medida en que uno se olvida de sí mismo, puede seguir existiendo», escribió, también, Nicanor Parra, sin saber que este antipoema, en el México del absurdo y la desigualdad, de la desesperación y la impunidad, del coraje y la corrupción, de la democracia y la dictadura, su sentencia podría resumir la intención de toda una franja de votantes: aquellos que, como yo, hemos tenido el privilegio de dudar, de pasarnos meses criticando y elucubrando, porque nuestra situación nos lo permite y porque no nos había quedado claro, todavía, que no se debe votar con el yo por delante; que el voto, contrario a lo que habíamos pensado, más que un asunto individual, es un asunto colectivo.
Las situaciones límite son también situaciones únicas. Y esta elección ha sido una situación de ese tipo. ¿Cómo nos podríamos explicar, si no, la ceguera del votante tradicional de AMLO, la resignación de su votante eventual, los pronunciamientos más inesperados —como el subcomandante Marcos, aseverando, durante los últimos Semilleros, que «Andrés Manuel significa un respiro al capital» y que por esto «la hidra capitalista, que está enloquecida, no permitirá su triunfo»— y los vuelcos internos de quienes nos creíamos diferentes?
Más que una opción política, AMLO es, en esto lo convirtieron sus votantes, la única opción de punto final que tenemos. Y aunque no creo en él ni en su proyecto, creo en la gente que cree en López Obrador y en su proyecto. Porque creo que ellos son quienes deben construir el nuevo contrato social. Y porque, entre mis creencias y la desesperación de los demás, elijo la desesperación de los demás.
Y aunque sé que no se vota por un candidato, sino por los grupos de poder que lo arropan, creo que el factor más importante, en este caso, es decir, atrás de AMLO, es la gente: por encima de los tránsfugas y los oportunistas. La misma gente que habrá de exigir y construir nuestra primera democracia.
Ojalá, eso sí, parafraseando el poeta Óscar de Pablo: que toda esa gente, que reconoce que la lucha social apenas empezará con el cambio de gobierno, recuerde de qué lado le toca estar a ellos.
Y ojalá, también, fuéramos Parra: «Tarea para la casa: aprender a vivir en la contradicción. Sin conflicto».