Creo que lo destacado del tercer debate presidencial fue la disputa entre el candidato de las ideas y el del sound bite. Por un lado, José Antonio Meade, sin duda, demostró ser el que tiene las mejores propuestas de políticas públicas. Su análisis es impecable en cuanto a diagnóstico, datos y soluciones. No es gratuito, en este sentido, que su lenguaje haya sido el más sofisticado de todos. Por otro lado, López Obrador, quien, ante cualquier cuestionamiento, respondió que el problema del país es la corrupción y la solución, luego entonces, es combatirla. Es el candidato de un sound bite: frasecita pegajosa que se utiliza en una campaña mediática. Su lenguaje, por tanto, es tan simplista como poderoso.
A un nerd como el que escribe estas líneas, le gusta más un candidato con las cualidades de Meade que uno como AMLO. Reconozco, sin embargo, que, en la lucha de ideas contra sound bite, la efectividad electoral puede estar del lado de la frasecita pegajosa. En este sentido, es posible que a muchos les haya gustado más López Obrador que Meade.
En cuanto a Anaya, su punto fuerte es el ataque directo. Trató de hacerlo en dos temas. Con la supuesta relación sospechosa entre López Obrador y el constructor José María Riobóo y el presunto pacto entre el presidente Peña y el propio AMLO. Dos buenos lances, pero que, por culpa del formato del debate, se diluyeron.
Lo cual me lleva precisamente a hablar de este tema. Hay que felicitar al Instituto Nacional Electoral (INE) por la voluntad de cambiar los formatos de los debates presidenciales. Mucho se ha ganado durante este proceso electoral. Sin embargo, no nos conformemos con tan poquito. La realidad es que los debates, sobre todo el del martes pasado, siguen siendo bastante rígidos y, por tanto, cómodos para los candidatos. El chiste es que el electorado vea cómo reaccionan los que pretenden gobernarnos en una situación incómoda.
El martes vimos con toda claridad cómo se sigue protegiendo a los candidatos. Cuando Anaya se lanzó a atacar a López Obrador, por los contratos que su administración en el Distrito Federal le adjudicó directamente a Riobóo, el morenista, desequilibrado, estaba a punto de responder. En ese momento, uno de los moderadores interrumpió porque se terminaba el tiempo y había que contestar una pregunta que, si no mal recuerdo, tenía que ver con paneles solares. Lo salvó la campana.
El INE, sin duda, salió de su zona de confort y organizó algo nuevo, mucho mejor que los debates del pasado. Pero no nos conformemos y sigamos presionando. En el futuro, debemos aspirar a que los candidatos a gobernarnos se enfrenten con formatos de mayor libertad y choque entre ellos. En este proceso electoral, en los medios, se han organizado muchas mesas de debate entre representantes de las campañas sin reglas. Hemos observado vigor y rigor en el intercambio de los puntos de vista. ¿Por qué los voceros de los candidatos pueden debatir libre y francamente y no los candidatos?
Otro asunto. Tres debates son pocos para lo que está en juego en una elección presidencial en un país como México. El primer debate fue sobre inseguridad y política. El segundo, sobre México y el mundo. El tercero, sobre todo lo demás: política económica, desigualdad, pobreza, educación, salud, medio ambiente, ciencia y tecnología. Muchos temas para tratarse en un par de horas. Tan sólo el tema económico hubiera dado para un solo debate completo.
¿Moverá el debate las preferencias en las encuestas? No lo creo porque, al final del día, nadie ganó ni perdió de manera contundente. Los tres candidatos con probabilidades de ganar la elección hicieron, cada uno a su manera, su chamba. Meade demostró ser el hombre de las mejores ideas. López Obrador, el que disciplinadamente se mantiene en un guión con una frasecita pegajosa que convence a gran parte del electorado. Anaya, el esgrimista que, con frialdad, lanza su espada para herir a sus adversarios.
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