La historia es la Sagrada Escritura de Andrés Manuel López Obrador y él es el oráculo que la interpreta. El lema de su movimiento, «Juntos haremos historia», es la anunciación de la «cuarta transformación» de México, tan trascendental como la Independencia, la Reforma y la Revolución. Y, para pasar a la historia, ha dicho repetidamente que quiere estar a la altura de Juárez, Madero y Cárdenas. Vale la pena analizar la sustancia de esas ideas.
En primer lugar, la sustancia psicológica. Que yo recuerde, ningún candidato presidencial desde Guadalupe Victoria hasta Peña Nieto ha postulado -ni siquiera especulativamente- su sitio en la historia antes de que la propia historia emitiera su veredicto.
En segundo lugar, la sustancia filosófica. Su teoría corresponde a un historicismo decimonónico, desacreditado en sus dos vertientes: la creencia en el libreto de la historia y la idolatría de los héroes. Para AMLO, el libreto culmina con él y el héroe definitivo es él. Festejar la concentración del poder en el héroe que supuestamente «encarna» la historia es alimentar el culto a la personalidad, abdicar de la responsabilidad ciudadana, sacrificar la libertad.
En tercer lugar, la sustancia histórica. He releído el discurso que Juárez pronunció el 15 de julio de 1867, al regresar victorioso a la capital de la República tras la caída del Imperio. Consta de 688 palabras, de las cuales sobresalen las siguientes: Leyes (seis menciones), Derecho, República, Libertad o libres (cinco menciones cada una), Constitución (tres menciones). Esas palabras no forman parte del vocabulario de López Obrador. Tampoco el apotegma de Juárez «El respeto al derecho ajeno es la paz», corazón de aquel discurso, corresponde a su visión política. Aunque utiliza la palabra «respeto», lo hace con un sesgo irónico. El «derecho» le ha parecido siempre un arma de los poderosos para aplastar a los oprimidos. «Lo ajeno», es decir, el otro, si no es un aliado, es un enemigo. En cuanto a «la paz», no resulta de un orden constitucional que la procura sino del «amor» que el líder predica. Juárez contribuyó a separar a la Iglesia del Estado. Su religión pública era la ley. Ninguno de estos hechos distintivos corresponde a AMLO. De ganar la elección podrá vivir en Palacio Nacional como Juárez, podrá ser austero como Juárez, podrá repetir frases de Juárez. Pero no es Juárez.
Madero sostenía que «el poder absoluto acabó con las libertades públicas, ha hollado la Constitución, desprestigiado la ley». Al triunfar en las urnas, declaró: «Estoy más orgulloso por las victorias obtenidas en el campo de la democracia que por las alcanzadas en los campos de batalla». La esencia de Madero, demócrata y liberal, está en los quince meses de su presidencia. Su período fue una reivindicación plena de la Reforma. Respetó como nunca antes el pacto federal; respetó al Congreso, al grado de abrir la puerta al Partido Católico; pero sobre todas las cosas respetó las libertades. En su gobierno nació la libertad sindical. Y en su gobierno -punto clave- la libertad de expresión fue irrestricta. La prensa, los editorialistas y caricaturistas fueron feroces contra Madero pero Madero nunca descalificó a sus críticos. Ninguno de estos rasgos específicos corresponde a AMLO, que propende al poder absoluto y a la intolerancia. En caso de triunfar, querrá identificar su trayectoria con la de Madero, pero no es Madero.
Lázaro Cárdenas fue un presidente revolucionario, no un liberal ni un demócrata. Cosío Villegas -que admiraba su instinto popular- lo describía como un «estupendo destructor … un hombre realmente notable aunque incapaz de tener nociones generales sobre las cosas». Su gobierno -me dijo- fue «desgobernado, pero de grandes impulsos generosos, todos ellos con finalidades de carácter incuestionablemente popular, de favorecer a la gente pobre…». Hacia allá apunta el posible gobierno de López Obrador. De triunfar, será un presidente revolucionario y, a su tiempo, la historia lo juzgará por sus logros. Pero las diferencias también son claras. Cárdenas nunca fue un caudillo carismático que arengara al pueblo. Fue un presidente reservado e institucional. Al final de su vida escribió en sus Apuntes un pasaje contra la «relativa invalidez del sufragio» y la «extraña unanimidad» de las agrupaciones políticas mexicanas. Cárdenas reafirmó el principio de la «no reelección» y se inclinó por un candidato que no comulgaba con su ideología. Esos rasgos de autolimitación no distinguen a AMLO. Es quizá popular como Cárdenas, pero no es Cárdenas.
López Obrador ya pasó a la historia como el gran líder social de la era moderna en México. Para pasar a la historia como presidente, tendría que adoptar los valores liberales que ha negado a lo largo de su vida.
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