A principios del Siglo XIX, cuando la moda de los sombreros exigía volúmenes exagerados, surgió en París una sociedad muy peculiar: “La liga de los sombreros pequeños”. Estableció que las grandes plumas de avestruces, los penachos de aves del paraíso y los pájaros enteros, fueran substituidos por delgados y pequeños aigrettes (tocados formados con plumas), finos, delicados y sutiles. Las enormes guías de rosas y hortensias dejaron su lugar a minúsculos ramilletes de “no me olvides”,a los “muguets” (lilas) y a los “clochés”. Los más agradecidos por esta medida fueron los aficionados al teatro, por obvias razones.
En siglos pasados, el acto de bañarse, es decir, asear el total del cuerpo con agua, fue motivo de reprobación por parte de los moralistas. Sin embargo, algunos conferían a tal acto motivo de orgullo, como cuando Enrique IV de Inglaterra decidió crear La Muy Honorable Orden del Baño. La razón fue que la víspera de ser coronado en 1399, sus caballeros lo acompañaron toda la noche y al terminar su velada también fueron invitados a bañarse con el futuro monarca. Así, todos quedaron limpios para el evento real. En 1906, La Orden del Baño fue impuesta a Don Porfirio Díaz, Presidente de México. Lo que no sabemos es si él también tuvo que bañarse.