En la soterrada y mínima discusión que ha provocado el reportaje de The New York Times sobre la corrupción y los medios impresos en México, impera una confusión. El corresponsal extranjero afirma algo hasta cierto punto indiscutible: todos los gobiernos mexicanos de la época moderna se han anunciado masivamente en dichos medios
–Peña Nieto, más que ninguno– y de ello se deriva una influencia indebida en el contenido, la línea editorial y el trabajo de cada periódico involucrado.
A esto, muchos han respondido, personal o institucionalmente, que en sus páginas se pueden leer todos los puntos de vista del espectro político e ideológico, que ningún escritor –articulista, editorialista, columnista o comentócrata, según el término preferido de cada quien– ha sido censurado. Comparto, en carne propia, esta afirmación. En 2018 cumpliré cuarenta años publicando notas en varios foros: Proceso, La Jornada, Reforma, Milenio y El Financiero. Nunca he recibido presión o censura alguna para escribir, o dejar de escribir, algo: crítica, apoyo, denuncia, reflexión interesante o aburrida. Sin atreverme a ser absolutista o categórico, me atrevo a pensar que son contadas las excepciones, a lo largo de los últimos veinte años por lo menos, que contradigan la mía. Los medios electrónicos podrán constituir un caso diferente, pero durante más de treinta años de colaborar con regularidad en los programas conducidos por José Gutiérrez Vivó, Ciro Gómez Leyva, José Cárdenas y Joaquín López-Dóriga, con la excepción del periodo de negociación del TLC en 1991-1992 con Grupo Radio Centro, jamás me han pedido los dueños de estas difusoras omitir un tema, o incluir otro. Puedo decir lo mismo de Televisa.
El problema es que ese no es el problema. Incluso para egos del tamaño del mío, debe ser evidente a estas alturas que, a los sucesivos gobiernos de la República, desde Carlos Salinas hasta Enrique Peña, las columnas no importan. El más prestigiado de los articulistas pesa mucho menos que una primera plana a modo, o que un corresponsal extranjero domesticado. La influencia ejercida por el gobierno –o por los anunciantes, en algunos casos– no se dirige a los editorialistas, críticos o zalameros. Se concentra en las primeras planas.
Una segunda preocupación de los gobiernos es también proactiva: la jerarquía de las noticias y la forma en que se presentan. Ejemplo: anteayer el peso recuperó 15 centavos frente al dólar, en buena medida gracias a una subasta de 500 millones de dólares de Banxico. La cabeza puede rezar: “Se fortaleció el peso .15”, o “Banxico defiende el peso con 500 millones de dólares, sin mayor impacto”. Es obvio cual presentación le conviene más al gobierno, como es transparente la postura gubernamental de preferir que las malas noticias se entierren en páginas interiores de los diarios y no en la página 2 o 3.
Una tercera consideración estriba en consolidar una actitud pasiva de determinados medios, que no realicen trabajo investigativo. No cuesta mucho lograrlo, la tradición al respecto, en nuestro país, es breve, estrecha y sin arraigo. Pero siempre es preferible contar con la anuencia de los dueños en esta materia, para que no haya sorpresas, sólo filtraciones.
Toca al lector llevar a cabo una tarea en buena medida ociosa, pero ilustrativa. Se trata de revisar las primeras planas, a lo largo de un mes, de los rotativos señalados por The New York Times, como los casos emblemáticos del lamentable panorama que describe: El Universal, Milenio, Excélsior y La Jornada. Luego, el lector puede animarse a estudiar la presentación y jerarquía de las noticias en los mismos diarios durante una semana o dos: cómo y dónde aparecen las buenas… y las malas. Por último, que ojee las columnas de mis colegas de la comentocracia en los mismos medios. Muchos de ellos son entrañables amigos o distinguidos académicos, políticos o periodistas cuyas posiciones no comparto. En efecto, en las planas editoriales de estos periódicos, el lector encontrará el mosaico de opiniones propio de un país plural y heterogéneo como el nuestro.