Un camión se pasa el alto y embiste a un automóvil. El automovilista, indignado: «¿No vio usted que yo tenía el derecho?». El otro: «¿Y no vio usted que yo tenía el camión?».
Respetar al que puede porque puede, aunque no tenga derecho, es prudente. Hay que cuidarse de los prepotentes, de los ineptos, de los distraídos, de los borrachos, drogados y locos al volante. Tener razón no es suficiente para evitar el daño. Y, una vez sufrido, no siempre es bueno reclamar. Legalmente, el atropellado tiene recursos para hacerlo. Pero, si no dispone de los otros recursos (tiempo, dinero, paciencia, palancas, acceso a los medios, abogados), lo razonable es quedarse con el daño. El pleito puede costar muchas veces más.
Abundan los abusivos, y la tradición mexicana es resignarse. No hay mucho que hacer. Acudir a las autoridades es perder el tiempo en que tomen nota, y ahí terminó. Hasta puede ser contraproducente, si la autoridad es cómplice del delito. Una violada que denuncia se expone a un segundo vejamen: los comentarios maliciosos de la autoridad, la humillación pública, las posibles represalias y (en Michoacán) hasta pagos de peritajes.
Se habla con desprecio de la resignación que perpetúa el abuso, y se entiende hacia aquellos cuya posición permitiría cambiar las cosas. Pero, en las personas indefensas, resignarse es realista. Si un asaltante exige la entrega del automóvil, negarse puede ser fatal.
Quedarse con el daño es injusto, y da una especie de legitimidad de facto a los abusivos. Tener palancas sirve para defenderse de la arbitrariedad con otra arbitrariedad. Ofrecer mordidas o pagar extorsiones contribuye a fortalecerlas. Pelear puede ser imposible o incosteable. Todo esto por el lado del atropellado.
Pero también existe el predicamento de terceros. Las autoridades decentes (que las hay) no pueden actuar fuera de su jurisdicción. Los compañeros o subordinados del que abusa no fácilmente pueden denunciarlo. Serían vistos como soplones despreciables, cuando no castigados. La gente decente en un medio corrupto acaba yéndose.
Peter Eigen, un alto funcionario del Banco Mundial, no pudo hacer nada contra la corrupción que desviaba los créditos destinados a reducir la pobreza. Optó por irse y crear una oficinita dedicada a promover la transparencia. Así nació Transparencia Internacional en 1993. Y llegó para quedarse, por sus buenos resultados, a pesar de las trabas y simulaciones que (por eso mismo) encuentra. Hay quienes desesperan de tanto abuso hoy publicado. Olvidan que la situación era peor cuando la podredumbre existía, pero no salía en los periódicos.
La corrupción lleva siglos en México. Hasta se ha dicho que es parte de la cultura nacional. Esta afirmación ridícula y legitimadora ignora el fenómeno mundial, estudiado por Max Weber: el patrimonialismo, la propiedad privada de las funciones públicas. Y la arbitrariedad como negocio palidece frente al abuso de los derechos humanos: las muertes, violaciones, torturas, secuestros, desapariciones, interrogatorios, difamaciones.
En el mundo sin ley, no hay corrupción. Imponerse legitima. La corrupción sólo es posible donde hay ley, cuando los encargados de cumplirla y hacer que se cumpla actúan como si fueran dueños de vidas y haciendas. Cuando el supuesto Estado de derecho es la máscara de un Estado de chueco.
Así fue el presidencialismo de Porfirio Díaz que, a pesar de todo, fue un avance sobre la multitud de hombres fuertes locales, dueños de vidas y haciendas. El presidencialismo sexenal avanzó más: el monócrata se retiraba a los seis años dejando a un sucesor, que le garantizaba impunidad, si no estorbaba al nuevo dueño de todo. Después, el poder legislativo, el poder judicial, la prensa y los gobernadores se emanciparon. El presidente ya no pudo imponer sucesor, aunque conserva la impunidad.
También, desgraciadamente, se emancipó la delincuencia. Había estado organizada por el poder político, que le marcaba límites. Ahora, por el contrario, la delincuencia intenta organizar el poder político y someterlo a su arbitrio.
Las fuerzas armadas han sido llamadas para combatirla, y lo han hecho con renuencia; pidiendo repetidamente un marco jurídico para su actuación, porque no son policías. La nueva Ley de Seguridad Interior lo establece, y ha sido criticada como militarismo. En realidad, es un retorno presidencialista. Deja al arbitrio del presidente, sin pasar por el congreso, la decisión de recurrir a las fuerzas armadas para la seguridad interior.