Si no es hoy, será mañana o pasado cuando conozcamos el destino de la cuestionada y cuestionable Ley de Seguridad Interior. Aunque el presidente Peña Nieto llamó a escuchar a todas las voces, etc…, persiste la posibilidad –o probabilidad– de que el Senado la apruebe antes de irse de vacaciones el viernes, o unos cuantos días después, si encuentran un artilugio legislativo para prolongar el periodo de sesiones. Más aún, si apostara, le pondría una pequeña suma a la incapacidad de Peña de resistir la tentación de complacer a las FFAA en plena efervescencia sucesoria y al arranque de Guadalupe-Reyes.
Múltiples observadores, especialistas y legisladores se han pronunciado en contra de uno u otro de los componentes de la ley. Desde la eliminación de un incentivo para que los gobernadores hagan el esfuerzo –en mi opinión inútil– de fortalecer las policías civiles en su estados, hasta la ausencia de un plazo para el retiro obligatorio de los militares, e incluyendo una joya de ambigüedad: el Ejército o la Marina no podrán reprimir o dispersar manifestaciones de naturaleza política o social, pero, ¿qué tal una de apoyo a los narcos?
De todas las críticas, aquellas centradas en el tema de derechos humanos son las más rigurosas y severas. Es poco común que todos los niveles de instituciones gubernamentales de derechos humanos –Alto Comisionado de Naciones Unidas, Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Comisión Nacional de los Derechos Humanos, Comisión de Derechos Humanos del Senado (que no puede participar en los dictámenes de la minuta) se pronuncien con tal unanimidad y vigor contra una ley en particular. Ya sin hablar de que las organizaciones no-gubernamentales internacionales –como Human Rights Watch y Amnesty International– y nacionales –prácticamente todas– también lo hagan. No tiene mucho caso insistir en estas críticas, basadas en lecturas cuidadosas de la ley, y no en ocurrencias. Por eso me permito subrayar otra faceta de la ley, aún más criticable, y que ha sido subrayada por varios expertos o analistas. Se trata del espíritu de la ley, más allá de su letra.
En el fondo, la propuesta consiste en una consagración de la estrategia de Calderón y de Peña Nieto de utilizar a las FFAA no para contener, administrar o regular al narco en México, como antes, sino para cambiar su naturaleza, y en la medida de lo posible, destruirlo en la forma como lo conocimos. Acabar con los grandes cárteles y capos (la “kingpin strategy” de la DEA), pulverizar al narco y convertirlo en un problema de seguridad pública, ni siquiera interior: esas eran las metas. Pero como México no cuenta con fuerzas no militares de seguridad pública dignas del nombre, y nos resistimos a adoptar la única estrategia alternativa, a saber, crear una policía nacional única, sustitutiva de las estatales y municipales, todas ellas inservibles, el enfoque Calderón-Peña equivale a eternizar a las FFAA en la guerra. La Ley de Seguridad Interior institucionaliza esa estrategia fallida. Le da no sólo valor jurídico, sino estatuto transexenal, irreversible e intocable.
Los partidarios de seguir con la guerra y la participación de los militares en el combate, que debiera ser de fuerzas civiles, podrán recurrir a la ley para justificarse. Los norteamericanos podrán señalarla como antídoto contra el argumento de que los soldados y marinos no son para eso. Al contrario, dirá Washington: ya no tienen ustedes excusa legal ni pretexto político, ya que su ley fue aprobada con amplia mayoría por ambas Cámaras y, en su caso, validada por la Suprema Corte.
Ya lo sabemos. La estrategia entronizada en la ley ha sido un fracaso sangriento, oneroso y devastador para México. Más muertos que nunca; más droga que nunca (ahora heroína y fentanyl procedente de China, como la cocaína de Colombia) encaminada a Estados Unidos, más deterioro de la imagen internacional del país; mayor extensión a todo el territorio nacional. Más que una ley para perpetuarla, necesitamos el santo sepulcro de esta guerra fallida.