Empieza una cuenta regresiva para las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. No porque Trump vaya a reventar el acuerdo, parándose de la mesa (lo cual puede suceder), ni tampoco por el calendario electoral mexicano o norteamericano (que también incide), sino por otras dos razones. Una norteamericana, otra mexicana.
Primero, la primera. Cada día es más probable que tres de los principales interlocutores del gobierno de Peña Nieto en Washington tengan los días contados. El yerno de oro, Jared Kushner, quien, según los medios estadounidenses, ya perdió influencia con su suegro, se encuentra al borde de una imputación (“indictment”) penal por el Fiscal especial Mueller. En estos casos, la información pública en ocasiones es más confiable que la “confidencial”. El secretario de Estado Tillerson, de acuerdo con todas las versiones y la lógica misma de sus recurrentes humillaciones por parte de su jefe, parece que se marcha en enero.
Por último, el que equivocadamente algunos consideraron como amigo de México, a saber el General John Kelly, jefe de la Oficina de la Casa Blanca, también se siente frustrado y desbordado. Sabe que cada día de más al lado de Trump, es una estrella de menos en su larga carrera militar. Ya ha sido tildado –con razón, quizás– de supremacista blanco, ignorante de la historia de Estados Unidos, y menos susceptible de controlar u ordenar a su jefe. Nos quedaríamos entonces con el General McMaster, Consejero de Seguridad Nacional, el menos influyente y el más alejado de México.
¿Qué tiene que ver todo esto con el TLC, si los negociadores del Tratado son otros (Ross y Lighthizer)? Mucho, ya que el acuerdo, si lo hay, incluirá de manera inevitable, por México y por Estados Unidos, elementos migratorios (trabajadores agrícolas estacionales, de la industria de la construcción en Houston y Florida, y Dreamers); de seguridad (frontera sur de México), y del narco (la llamada epidemia de opioides). Todo esto se negocia en la Casa Blanca o en el Departamento de Estado, o simplemente no se negocia.
La segunda razón es mexicana. Ya quedó claro que no habrá término de las conversaciones sobre el TLCAN antes de la primavera del año entrante. En otras palabras, un par de meses antes de las elecciones mexicanas. Se entiende que el gobierno le apueste a que gane su candidato, pero por lo menos debiera aceptar la posibilidad de que no sea el caso. Concluir la negociación de un acuerdo tan importante para México, sesenta o setenta días antes de que desaparezca el poder real de una administración, implicaría una irresponsabilidad terrible. Si nadie lo planteara de esta manera, salvo el que escribe, carecería de cualquier trascendencia. No es el caso.
Tanto López Obrador, como ahora Anaya, han propuesto, por no decir exigido, que la negociación del TLCAN se posponga hasta que haya presidente-electo, por lo menos. Imposible saber qué piensa Meade al respecto, porque ni los medios le preguntan (se entiende), ni él piensa ofrecer respuesta alguna (también se entiende). Pero el dilema existe. ¿Qué hacemos? Lo ideal sería lo responsable: fijar una fecha o guillotina para concluir las negociaciones, en vista de la sucesión presidencial. Si no hay acuerdo antes de tal fecha, se suspenden las pláticas hasta que haya nuevo gobierno. ¿Alguien le apostaría al sentido del Estado de Peña o de Meade?