El pasado 5 de diciembre, el Departamento de Seguridad Interna (DHS) de Estados Unidos divulgó las cifras de detenciones, deportaciones y aprehensiones de extranjeros sin documentos dentro de Estados Unidos. Simultáneamente, Human Rights Watch hizo público un estudio de 43 casos de mexicanos deportados: casos emblemáticos, desgarradores y aleccionadores para todos.
Por un lado, el número de detenciones en la frontera (realizadas por la Patrulla Fronteriza) llegó a su nivel más bajo en 45 años: 310 mil. Un informe de DHS de 2015 reveló que por cada migrante detenido en la línea o cerca de la misma, otro logró cruzar y adentrarse en territorio norteamericano. A pesar de esta declinación, el número de deportaciones entre finales de enero y principios de octubre se mantuvo ligeramente abajo del total del mismo periodo de 2016 (con el presidente Obama), pero la brecha se ha cerrado. El decremento es apenas de 6%, y casi seguramente se emparejarán los dos años completos a finales de diciembre. No habría que olvidar cómo Obama incrementó a lo bestia el número de deportaciones de mexicanos, aunque, a partir de 2012, la cantidad y el tipo de deportados varió de manera significativa. Videgaray ha insistido con razón que, hasta hace unos meses, Obama seguía en primer lugar en materia de deportaciones. Casi ya no.
Lo grave es que el total de detenciones en la época de Trump ha crecido 42%, en relación al año pasado. Por detenciones se entiende personas arrestadas en el interior del país, por ICE o la policía local o estatal, que posteriormente entrega a los indocumentados correspondientes a las autoridades federales. Entre el 20 de enero y el 30 de septiembre, se produjeron 110 mil detenciones, mientras que en 2016, la cifra fue de 77 mil. Casi la tercera parte –31 mil– carecían de cualquier historial penal, tres veces más que en 2016, y los delitos cometidos por los demás eran de tránsito o de posesión de sustancias ilegales. Más de la mitad son mexicanos.
A diferencia del gobierno de Obama, se trata ahora de personas arraigadas en su comunidad. Se trata de miembros de familias, con hijos y cónyuges, muchos de los cuales llevan veinte años o más residiendo sin papeles en Estados Unidos. Las consecuencias de ambas detenciones –entendiendo que la gran mayoría serán deportados al fin– son radicalmente distintas. Los de Obama, digamos, son recién llegados, que volverán a intentar el cruce hasta que tengan éxito, sin raíces en Estados Unidos. Los de Trump son parte –fundamental– de la sociedad norteamericana, y su expulsión divide a familias, deja a niños a cargo de desconocidos, y manda a gente a un país que ya no es el suyo.
La suerte de los detenidos depende, en gran medida, del acceso que tengan a abogados, traductores y a los consulados de sus respectivos países, ante todo México. El gobierno de Peña Nieto ha hecho un esfuerzo para expandir y mejorar la disponibilidad de apoyos jurídicos, en primer lugar a través de un mayor presupuesto para nuestras representaciones en Estados Unidos. También se ha acercado a diversas organizaciones norteamericanas; a algunas les propuso contribuir con recursos considerables para brindar servicios legales a los migrantes detenidos. Pero, ante el volumen de detenidos, que se transformarán en deportados con el paso del tiempo, no será suficiente.
Poco a poco los peores vaticinios a propósito de Trump se van cumpliendo. El que mayor pertinencia reviste para México quizás sea el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel. Contra la historia reciente de ambos países, contra la opinión de todos los aliados de Washington, incluso del Papa, contra el punto de vista de los secretarios de Estado y Defensa, Trump optó por cumplir una promesa de campaña, a cualquiera que fuera el costo. Me temo que suceda lo mismo con las detenciones, las deportaciones, el muro y el NAFTA.