Existe una relación directamente proporcional entre el daño que provocan ciertos desastres naturales súbitos y la falta de debate público. Quien sostiene esta sorprendente tesis es nada menos que Amartya Sen, Premio Nobel de Economía en 1998. En el número de Letras Libres correspondiente a mayo de 2004, Sen fundamentaba su idea en la experiencia de su país, la India. Se titulaba: «El ejercicio de la razón pública» (Letras Libres, núm. 65) (http://www.letraslibres.com/mexico/ el-ejercicio-la-razon-publica).
El sufragio universal y las elecciones equitativas -argumentaba el filósofo- son condiciones necesarias pero no suficientes para la democracia. Su complemento es «la deliberación libre de censura, factor clave para que la gente sea capaz de determinar lo que debe exigir, lo que debe criticar y la forma en que debe votar». Los debates son, además, un gran aprendizaje de civilidad:
«El ideal del uso público de la razón está relacionado estrechamente con dos prácticas sociales que merecen atención: la tolerancia hacia opiniones distintas ( junto con la posibilidad de estar de acuerdo en no estar de acuerdo) y el fomento de la discusión pública (que reafirma el valor de aprender de los otros)».
Pero Sen ampliaba su reflexión en un sentido inesperado, avalando la idea de que «las hambrunas no ocurren en las democracias, sino solamente en colonias imperiales». Y acudía a ejemplos:
«Aun cuando la India padeció hambrunas hasta su independencia en 1947 -la última, la hambruna de Bengala en 1943, mató a entre dos y tres millones de personas-, estas catástrofes cesaron abruptamente cuando se instauró una democracia multipartidista. China, en cambio, padeció la hambruna más grande registrada en la historia entre 1958 y 1961, tras la debacle de la colectivización en el así llamado ‘Gran Salto Adelante’ y en la que se estima que murieron de veintitrés a treinta millones de personas».
Este contraste se explica, en parte, por la existencia en la India de un sano debate público:
«Es difícil que un gobierno se resista a la crítica pública cuando ocurre una hambruna. Esto se debe no sólo al miedo de perder las elecciones, sino también a las posibles consecuencias que podría tener el silencio oficial cuando los periódicos y otros medios de información son independientes y libres de censura, y cuando se permite a los partidos de oposición arremeter contra quienes detentan cargos oficiales… Si un gobierno desea evitar que un desastre se convierta en una pesadilla, debe generar empatía compartiendo información y abriéndose al debate».
En un sistema democrático, la vigilancia que se ejerce sobre los gobiernos tiende a disminuir la dimensión de los daños causados o agravados por la acción (o inacción) del gobierno. Sin embargo, advierte Sen, este sistema tiene menos éxito cuando los males que se quieren evitar son irregulares, como la falta de salud, la desnutrición. En síntesis:
«La opción de subsanar los defectos de la práctica democrática a través del autoritarismo y la supresión del debate público incrementa la vulnerabilidad de un país a los desastres esporádicos. Además, debido a la falta de vigilancia pública, los eventuales logros del pasado tienden a olvidarse o desaparecer».
La argumentación de Sen es pertinente para nuestra circunstancia. Es obvio que un terremoto es imprevisible (a diferencia de la hambruna) pero cabe pensar que el daño causado por los sismos de septiembre pudo haber sido menor de haber mediado una sana cultura del debate, que pusiera en entredicho las políticas oficiales al respecto (reglamentaciones, uso del suelo, pedagogía de prevención) en todos los niveles de gobierno, desde el federal hasta el municipal.
Hoy la sociedad mexicana necesita conocer la dimensión de la tragedia, su geografía precisa, la naturaleza, origen y aplicación de los recursos de la reconstrucción así como sus prioridades y calendario. Y de cara al futuro, nos urge adoptar una política de protección civil similar a la de países como Chile y Japón, mucho menos amnésicos que nosotros a su vulnerabilidad.
Por todo ello, frente a las campañas de 2018, necesitamos escuchar a los candidatos debatir sin rodeos sobre estos temas en los que, literalmente, nos va la vida.
Ojalá que las autoridades electorales, los tribunales y la Corte encuentren vías de flexibilizar las reglas constitucionales de los debates para hacerlos sustantivos. Como están, son un tapón para el avance democrático y la sana expresión del sentir popular.
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