En los tiempos de George W. Bush apareció un estudio de un prestigiado historiador,
promovido por el propio presidente, que atribuía la caída del imperio romano a la
inmigración. En los mismos años, Samuel Huntington, reconocido politólogo estadounidense,destacó que la inmigración de mexicanos representaba un serio problema para Estados Unidos, pues a diferencia de otros inmigrados, los mexicanos no se integran.
No existe en el derecho internacional el derecho a emigrar (o la obligación de recibir
inmigrantes). La migración es un fenómeno socio económico, que se regula esencialmente por el mercado. Los Estados sólo regulan las modalidades de ingreso y residencia, son
responsables de administrar estos flujos, pero no los originan.
Y efectivamente, la integración es la mejor manera de incorporar a los inmigrantes al conjunto de la sociedad. Y la forma de logarlo es hacerlos sentir parte, a través de derechos y obligaciones, en igualdad de circunstancias con el resto de los ciudadanos.
Desde la reforma migratoria de 1986 las autoridades estadounidenses han hecho poco por
incorporar al excedente de inmigración laboral en su sociedad. Alrededor de 12 millones de
extranjeros viven ilegalmente en Estados Unidos, lo que ciertamente les impide su
integración. De ese total, alrededor de seis millones son nacidos en México.
Cientos de miles de estos indocumentados llegaron como niños. No medió un acto de su
voluntad en este decisivo hecho para sus vidas. Muchos de ellos nunca han estado en México y no son pocos los que ni siquiera hablan español. No tienen redes sociales en México. Son estadounidenses de facto.
Desde el año 2001 han pasado por el congreso de EUA cinco versiones de una iniciativa para promover la integración de estos jóvenes a través de su regularización. Todas han sido
rechazadas. Para dar una solución temporal, el presidente Obama, dentro de sus facultades
ejecutivas, introdujo en 2014 el programa de Acción Diferida para Llegados en la Infancia
(DACA), que regulariza la estadía de más de un millón estos jóvenes (75% mexicanos) por dos años. En 2016 la renovó por otros dos años, en espera de que el Congreso hiciera su parte, lo que hasta ahora no ha sucedido. Ahora el gobierno de Donald Trump anuncia que una vez concluida la prórroga del programa DACA, en marzo de 2108, no se renovará.
Quienes llevaron a Trump a la presidencia, particularmente los republicanos del Tea Party, ven la inmigración, particularmente de mexicanos, como algo que Estados Unidos debe
administrar a su favor y en función estrictamente de sus intereses. Obstaculizar la
regularización pregonando su apego a la legalidad (son ilegales y por tanto no tienen
derecho), ha sido su escudo. En el fondo es algo así como quien utiliza servicio doméstico en México, sin contrato de por medio, lo que le permite al patrón despedirlos cuando él lo decide sin ningún miramiento.
Pero también en esta decisión media la lógica plana y deshumanizada del hombre de
negocios, que ve al Estado como un negocio en el que hay que optimizar ganancias, minimizar gastos y siempre tener la sartén por el mango. Nada más lejano del bien común, las armonías y los equilibrios que requiere una sociedad tan compleja como la estadounidense.
Resulta fácil decir que esto jóvenes son bienvenidos en México. El problema es que para la
mayor parte de ellos México no pasa de ser un referente cultural que poco tiene que ver con su vida diaria. Su pasado, presente y futuro están en la sociedad en la que crecieron. Por cierto, ya no son niños. Conocen la sociedad en la que viven, saben cómo se mueve y no son pasivos. Su lucha está en Estados Unidos, no en México. Me parece que en todo caso la pregunta relevante no es cómo los recibimos, sino cómo los apoyamos desde aquí.