En México el racismo es una cuestión estructural ejercida a diario y de la que nadie escapa; sin embargo, al ser confrontados con esta realidad los mexicanos muestran sorpresa y argumentan “nosotros no somos racistas”, aseveró Eugenia Iturriaga, de la Universidad Autónoma de Yucatán, al visitar las instalaciones del Centro Peninsular en Humanidades y en Ciencias Sociales de la UNAM.
En el palacete que alguna vez albergó al Sanatorio Rendón Peniche, en la ciudad de Mérida, la académica explicó que esta incapacidad para reconocernos es inducida, en gran parte, por los medios y el cine, “pues dicha palabra nos remite a películas como Mississippi en llamas, al apartheid en Sudáfrica o al genocidio nazi, pero poco reparamos en nuestro trato hacia los indígenas y afromexicanos, o hacia los inmigrantes centroamericanos o personas de tez morena”.
Al respecto, la antropóloga dijo que ella constata cómo nos ha permeado este fenómeno cada que camina por las calles meridanas y ve los espectaculares del sinfín de fraccionamientos que se construyen en Yucatán; “por los modelos ahí retratados cualquiera creería que pura familia noruega se va a mudar a esas casas”.
El ejemplo anterior —planteado un poco en broma— muestra cómo el racismo se materializa de distintas maneras “y la publicidad es un buen termómetro de esto, como demostró un artista regiomontano al intervenir un cartón de leche y, en vez de poner a una familia rubia, como se estila, eligió a una morena. Al acomodar el producto en la estantería y pese a costar lo mismo que la competencia, los clientes imaginaban que se trataba de un producto para gente pobre”.
Si bien estas estrategias para influir en la percepción de las masas parecen modernas, su cuño es antiguo, como demuestran los cuadros de castas del siglo XVIII, pinturas que buscan ser una suerte de árbol genealógico y que representan el resultado de diferentes mezclas, como la de un español y una indígena, que da por resultado un mestizo; la de un español y una mestiza, que genera un castizo, o la de un español y una castiza, que resulta en un tornaespañol.
“El propósito de esta clasificación —y la palabra tornaespañol lo deja en claro— era plantear la posibilidad de una limpieza y de dibujar una ruta para, progresivamente, ser más blanco. Aunque son obras de hace tres siglos, la idea que buscaban difundir pervive cada vez que alguien defiende el emparejarse con individuos de rasgos europeos bajo el chiste simplón de ‘hay que mejorar la raza’”.
El mestizaje como proyecto de nación
Y pese al cúmulo de evidencia, ¿por qué nos negamos a asumirnos racistas? Ello tiene que ver con la idea del mestizaje y con cómo México se construyó como nación a mediados del siglo XIX y, después, con el proyecto de posrevolucionario que enarbola al mexicano como producto de dos sangres: la española y la indígena. Por ello aún nos preguntamos, ¿cómo podemos practicar el racismo si tenemos dos raíces?, expuso Iturriaga Acevedo.
“La respuesta no asombraría si consideramos que este discurso ha borrado la presencia de los afrodescendientes mexicanos al grado de que estos pueblos parecen inexistentes y ello ha dado pie a casos bochornosos, como el de deportaciones de oaxaqueños de la Costa Chica, quienes son enviados a Nicaragua o el Salvador bajo el argumento de que son afros y en nuestro país no hay gente negra”.
Para la autora del libro Las élites de la ciudad blanca, recién publicado por la UNAM, los orígenes de este proceder pueden rastrearse en personajes como Andrés Molina Enríquez, quien en 1909 postulaba: “La patria no puede existir sin la raza, ya que la unificación racial genera cohesión unitaria. Bastará con que el elemento mestizo predomine y con que se eleve en número hasta anegar a los otros, para que todos se confundan en él”.
Y esto no quedaría ahí, refirió, pues en 1925 apareció La raza cósmica, obra en la que José Vasconcelos proponía que América era el sitio propicio para que el ser humano se mezclara y alcanzara la unidad, pero no de manera azarosa, sino dirigida. De hecho, para el filósofo, el blanco estaba destinado a aportar su genio, el negro su sensibilidad musical y el indígena su capacidad de ser puente al mestizaje; sin embargo, con los orientales no fue condescendiente, apuntó Iturriaga Acevedo, pues a ellos les dedicó el siguiente párrafo:
“Reconocemos que no es justo que los pueblos como el chino, que bajo el santo consejo de la moral confuciana se multiplican como los ratones, vengan a degradar la condición humana justamente en los instantes en que comenzamos a comprender que la inteligencia sirve para refrenar y regular bajos instintos zoológicos”.
Y es justo esta idea de mestizaje controlado la que derrumba uno de nuestros más grandes mitos: el de México como país de puertas abiertas, pues si bien es cierto que recibió al Exilio Español y a los argentinos, chilenos y uruguayos que huían de la dictadura, la historia oficial nos oculta que en 1919 prohibió la entrada a rusos y polacos; en 1921 a los chinos; poco después a africanos, árabes y gitanos, y en 1934 negó el desembarque de judíos, agregó la antropóloga.
“Los investigadores especializados en este periodo son enfáticos al establecer que la razón esgrimida por las autoridades para adoptar estas medidas era que dichas poblaciones no eran afines a nuestro mestizaje, proyecto nacional y a la construcción de lo mexicano”.
Hacia un reconocimiento del racismo en México
A decir de Eugenia Iturriaga, pese a este negacionismo sostenido, el levantamiento zapatista de 1994 puso los reflectores sobre el racismo padecido por los indígenas, en especial cuando este grupo ondeó como estandarte la frase: “Nunca más un México sin nosotros”.
En estos 23 años se ha evidenciado esta discriminación hacia los pueblos originarios y afrodescendientes, lo cual es un gran avance, pero aún subsiste la reticencia a reconocer el trato adverso dirigido a la población morena (mayoritaria en nuestro territorio), al cual estamos tan acostumbrados que ya nos parece algo casi natural.
Como caso representativo describió uno registrado en octubre de 2012, cuando un automovilista de Guadalajara, al pasar por el cruce de avenida Vallarta y Niño Obrero, encontró a una niña rubia (de nombre Alondra) vendiendo chicles. El hombre de inmediato acudió a las redes sociales y acusó a sus padres de haberla secuestrado bajo un único argumento: ambos eran morenos y de cabello oscuro.
Esto se ajusta a lo que alguna vez escribió Eduardo Galeano: “El racismo se justifica, como el machismo, por la herencia genética: los pobres no están jodidos por culpa de la historia, sino por obra de la biología. En la sangre llevan su destino y, para peor, los cromosomas de la inferioridad suelen mezclarse con las malas semillas del crimen. Cuando se acerca un pobre de piel oscura el peligrosímetro enciende la luz roja y suena la alarma” citó la académica.
La noticia tuvo repercusión nacional y al final las pruebas de ADN demostraron que los adultos sí eran los padres biológicos de la niña, pero quien los acusó en redes, en vez de indagar un poco, sólo vio a dos sujetos morenos y en su cabeza comenzaron a ulular las sirenas, pues bajo su lógica, alguien así debía ser un delincuente.
Para Iturriaga, el racismo ubica a las personas con ciertas características físicas en un lugar definido del que no pueden salirse porque les es natural y consustancial, y esta idea ha sido asimilada históricamente por los mexicanos, por lo que estudiar el fenómeno resulta clave. “Esto no debería ser definitivo, pues a medida que entendamos cómo se arraiga este pensamiento podremos hacer algo para combatirlo, cambiarlo y, al final, desinstalarlo”.