En casi seis meses de gobierno, Donald Trump ha hecho gala de comportamientos y actitudes, como persona y como jefe de Estado, que difícilmente abonan al liderazgo mundial que otrora tuvo Estados Unidos. Sus expresiones y decisiones ponen de manifiesto una personalidad caprichosa, arrogante e irreflexiva, de alguien acostumbrado a hacer las cosas a su modo y capricho. Sus posiciones desconciertan a propios y ajenos. Su etilo grosero y poco cortés, sin importar de quien se trate, sean jefes de Estado o miembros de su familia, le ha dado un toque sin precedente a la figura presidencial de ese país.
La mayor parte de sus decisiones de Estado muestran una franca ignorancia de los temas y del mundo que le rodea. Es capaz de sostener que el cambio climático es un invento y derrumbar décadas de esfuerzo para alcanzar una concertación internacional. Entiende de negocios, como lo muestra su gran fortuna, pero de fenómenos como la conformación del orden político global, la dinámica económica internacional y la fragilidad de los equilibrios geopolíticos, no parece tener la menor idea. Tampoco sus colaboradores cercanos. Su oráculo parece más un hoyo negro que una fuente de sabiduría.
En los gobiernos hereditarios, que hasta el siglo XVIII fueron más la regla que la excepción, no era raro que un rey sabio tuviese por heredero a un sátrapa autoritario o a un perfecto inútil, manipulado por otros. Claro, hasta que alguien tomaba el poder por la fuerza e iniciaba una nueva dinastía. Quedan vivos algunos ejemplos, como Siria y Corea del Norte, pero son más la excepción que la regla.
Lo que sorprende es que en una democracia del siglo XXI, alguien como Donald Trump, sin ocultar quien era, hubiese llegado a presidente por el voto de ciudadanos de la primera potencia del siglo XX, con una de las democracias más fuertes del planeta, defensor de las buenas causas y líder de occidente por muchas décadas. Ahora Trump, a pasos acelerados, parece estar construyendo una enorme sombra que eclipsa a Estados Unidos frente al resto del mundo.
Inevitable preguntarse si este eclipse es pasajero o si forma parte de un nuevo destino manifiesto que en lugar de extender sus fronteras políticas, económicas, tecnológicas y de valores, busca encogerse y achicarse frente a un mundo cada día más más complejo.
Seguramente en sus sueños de grandeza, Donald Trump pensó que el poder del presidente del país más poderoso de occidente era ilimitado e incuestionable y que podría nombrar cónsul a su caballo, como Calígula, o desde un helicóptero lanzar a sus críticos a la boca del volcán, como hacía Somoza en Nicaragua. Lo que ha encontrado ha sido muy distinto. Un país con instituciones y un sinnúmero de obstáculos a sus deseos, pues grandes y pequeños están dispuestos a negociar, pero no a claudicar en sus derechos y aspiraciones. Y en un mundo multipolar, con instituciones, en el que casi todo se tiene que negociar, aunque sea desde una posición de fuerza, su perfil resulta disfuncional. Un ambiente muy poco conveniente para quien está acostumbrado al toma y no al daca.
No deja de sorprender que a pesar de ser Estados Unidos la mayor economía de occidente y la primera potencia militar del orbe, su influencia y liderazgo en asuntos mundiales haya pasado a un segundo plano. Nadie espera que su actual gobierno aporte ideas, propuesta o iniciativas que ayuden a bien encauzar los destinos de la humanidad. Queda claro que el perfil de su actual presidente contribuye al desorden más que al orden. Las consecuencias de sus actos ya se dejan sentir. ¿Qué pensarán ahora los millones de estadounidenses que votaron por él? Esa es la parte más preocupante y lo que hace difícil predecir cuánto durará el eclipse y si este será permanente o transitorio.