Aunque a estas alturas de nuestra existencia no requiera presentación, aquí con ustedes (y para desgracia nuestra) mostramos al esperpento: un encaprichado Bully preadolescente de setenta años de edad en pleno desuso de sus facultades mentales. Un acaudalado y patológico embustero, quien con índice flamígero acaricia el botón nuclear, y que fungirá hasta principios de 2021 (si acaso los electores de ese país no lo reeligen para quedarse en la Casa Blanca, otro cuatrienio) como presidente constitucional de los mal llamados Estados Unidos de América.
La semana pasada se jactó de haber inventado espontáneamente una venerable y coloquial expresión (bastante socorrida por círculos de economistas, financieros y periodistas especializados) y que tiene por lo menos un siglo de haberse utilizado, por primera vez y por escrito. En un burdo intento por sabotear las investigaciones en curso sobre la injerencia rusa en su campaña, en probable coordinación con integrantes de su propio equipo), destituyó al director del FBI (a quien muy posiblemenete le debe el haber obtenido la presidencia en los comicios de noviembre), destrozando los pretextos urdidos por sus propios empleados al asumir sin ambages, vía entrevista para el noticiero de NBC, que había tomada esa decisión unilateralmente y en virtud de que el funcionario corrido era una especie de Diva (‘a Showboat’, en palabras del aludido Padrino o Ducesoide republicano, al que se le merece, precario cacumen, eterna lealtad mafiosa).
Sostiene Trump que el presidente Andrew Jackson (1767-1845), apodado Viejo Nogal (u Old Hickory): protopopulista, militar genocida y Race Man que juega en el organigrama de Trump el papel de ‘guía intelectual’ e ídolo del magnate, estuvo en posición de haber evitado -por su cuenta y riesgo- la Guerra de Secesión Norteamericana, sin reparar en un dato contundente y que escapa a su privilegiada –es un decir- inteligencia: a saber, que el séptimo y muy controvertido titular del Ejecutivo en la historia de Estados Unidos falleció dieciséis años antes de que estallara el conflicto bélico que enfrentó a la Unión Americana y la desprendida Confederación de Estados esclavistas desde sus inicios en 1861 y hasta el 65.
En palabras de la publicidad original de la película Alien, que recién estrena su enésima versión en la pantalla grande:
Be afraid. Be very afraid.
Nos mantenemos, mientras tanto, en intensa espera del Desastre o La Crisis –manufacturada ex profeso por miembros de su entorno, o ajena- que lo convierta indefectiblemente, casi por default, en materia presidencial definitiva (en palabras de su ‘oposición’ subyugada ante el Show de los ‘hermosos misiles’, y el Comentariado en apariencia más ‘crítico’ de su mandato), tras su discurso leído en enero ante el pleno del Congreso, cuyo mérito principal fue el de carecer de insultos y mentiras refutables; o como cuando ordenó (War Room incluido, sucursal Mar-a-Lago) el envío de cincuenta y nueve misiles crucero a la base aérea siria de donde partieron los aviones de Assad que soltaron bombas químicas en poblaciones civiles; o en cuanto se filtró la noticia de que Trump ordenaba detonar la Madre Récord de Todas las Bombas. Sólo falta el banderazo oficial de salida, que convenza a sus electores, de las bondades de su política del Gran Garrote y la recuperación de las glorias perdidas.
Todo, desarrollado bajo la sombra de las estrictas convenciones de la televisión comercial, y de cable. Si aquí presenciamos el ocaso del peñista final feliz telenovelero (cuando queda un buen trecho de antes del final de la tragicomedia mexicana), y que se transformado, en la práctica y desde el primero de diciembre de 2012, en una cinta de horror pesadillesca, lo que ocurre en Trumpilandia es aún más nocivo para la salud colectiva de ese país, el nuestro, y el planeta. Un revoltijo tóxico confeccionado con mentiras, medias verdades, saboteos y desplantes narcisistas que tendrán un efecto perdurable mucho después del fin del Trumpiato.
Para irnos acostumbrando con mayor intensidad a este fenómeno, y teniendo por objeto una observación cercana de cómo se transmitía la propaganda en tiempos de Mussolini: ejemplo nada oculto, a quien Trumperlusconi emula en sus aspiraciones y en sus sueños, huelga imaginar la emission de sus propios ‘productos culturales’. Para ensayar comparaciones, se apela a que chequemos, así sea por unos cuantos minutos, esta curiosidad de museo.
Camisa Negra es una película italiana de 1933, dirigida por Giovacchino Forzano en donde –aunque carezca de subtítulos en español- se percibe claramente la idea central inmersa en la trama: una irrupción, tras el nacimiento con suma violencia, del Hombre Nuevo en el fascismo italiano que tanto admiran los lunáticos estrategas nacionalistas y xenófobos de Drumpf.
El presidente Donald J. Trump y su Kínder Sorpresa: una legión de bullies legislativos masculina, vetusta (en su gran mayoría) y rigurosamente caucásica, y sin que deje de faltar una cuota de excepción. Ubiquen si no, a la única mujer, parcialmente escondida, en el pajar del WASPismo dominante.
Deja sentir su peso, y el de sus secuaces desmanteladores del Estado de Bienestar, el Nelson Muntz de Queens, hoy por hoy, un envalentonado bravucón del barrio global que se entiende muy bien con sus valedores (im)pares al-Sisi neofaraón de Egipto, el zar Putin de todas las Rusias y el turco Erdogan. Alumno aventajado de sus autoritarios profesores.
@alconsumidor