Bertha Sánchez sabía que ese sería su último día en Estados Unidos. Era marzo de 2007. La joven indocumentada iba en el carro con su cuñado Michael y estaba a punto de cruzar la frontera de San Diego rumbo a Tijuana. Él le pidió que recapacitara, que se quedara. Incluso detuvo el carro a escasos metros del puesto de control y le puso música romántica mexicana para tratar de serenarla. Pero ella estaba decidida a reencontrase con su hermana Emma –con problemas de audición en ambos oídos– que vivía sola en México desde que fue deportada.
«Habíamos escuchado que Tijuana era una ciudad muy peligrosa en la que había asaltos y pasaban cosas muy feas. Estábamos pendientes de que no estuviera sola», cuenta Sánchez, de 29 años, a Univision Noticias.
Dos horas tardaron en cruzar de Estados Unidos a México. En ese tiempo, Sánchez lloró sin parar mientras se despedía del país a través de la ventana del vehículo. «¿Qué estoy haciendo?», se preguntaba una y otra vez. Fue en ese momento que cayó en cuenta de que nunca volvería a ver o abrazar a su madre, también indocumentada.
Allí entendió las consecuencias de tanta determinación: «Yo decidí salirme», dice. Bertha había llegado a Estados Unidos en 2004. Cruzó por las montañas –como miles de mexicanos– junto a su madre y otras dos hermanas.
Por su entrada sin papeles, al poner un pie fuera de Estados Unidos Bertha perdió su derecho de permanencia y le cayó automáticamente la Ley del Castigo, que contempla hasta 10 años de expulsión del país si la estadía ilegal supera los 365 días.
«Yo soy la representación de muchas familias»
Emma Sánchez, hermana de Bertha, lleva 10 años sin vivir junto a su esposo y sus tres hijos. «Cuando a mí me deportaron, mi hijo más grande tenía 4 años y medio; el mediano tenía 3 años y medio, y el pequeño 2 meses».
En el año 2000, cuando los controles eran más laxos, Emma cruzó sola a pie por el puesto fronterizo desde Tijuana a Estados Unidos. A partir de ese momento, su vida se movió a toda velocidad. «Recién entré conocí a mi esposo, duramos como un mes de novios, nos casamos y muy pronto salí embarazada. Tuvimos tres hijos», cuenta. Y así, sus planes iniciales de aprender inglés, de pasar unas vacaciones e intentar revalidar sus estudios de técnico dental se esfumaron con la nueva familia.
Su esposo, ciudadano estadounidense, pidió su residencia. Pero, según Emma, las autoridades de inmigración le informaron que tenía que ir a Ciudad Juárez, en México, para hacer el trámite consular y regresar con una visa de inmigrante. Pero la madre no consultó primero con un abogado y salió del país, un error que le costó 10 años de espera fuera de Estados Unidos y también sufrió las consecuencias de la Ley del Castigo. Su vida se congeló de un golpe en México.
«Lo sentí como una traición, como una burla a quienes tratamos de mejorar nuestra situación, porque ellos ya tienen el conocimiento (de que uno entró sin documentos) y hacen que uno salga para después no dejarnos entrar», reclama. «Me parece cruel que destruyan a una familia (…) Yo soy la representación de muchas familias».
Emma vive en Tijuana, el municipio más poblado del fronterizo estado de Baja California, con 1,748,062 habitantes, según estimaciones oficiales. Esta entidad –junto a Tamaulipas– recibe a 70% de los deportados que llegan desde Estados Unidos, calcula la Secretaría de la Gobernación mexicana.
Allí solo tiene a su hermana Bertha y a Dylan, su sobrino de 5 años. Sus hijos la visitan con cierta frecuencia, aunque hubo tiempos mejores, pero su esposo fue sometido a una cirugía a corazón abierto y los encuentros familiares pasaron de ser semanales a quincenales.
No trabaja porque su esposo no quiere que se exponga a los peligros de esta ciudad que en un tiempo –más que ahora– estuvo dominada por los cárteles de la droga. Ya pasaron los 10 años de su castigo y, mientras espera una decisión sobre su caso, dedica su tiempo al activismo. Se unió a Dreamers Moms Tijuana, un grupo que se constituyó en 2014 con madres de ciudadanos estadounidenses que, como ella, fueron deportadas.
Los días que quedan
Bertha y Emma ayudan al pequeño Dylan a pintar un cuadro en un evento de veteranos deportados. Él pone los colores que le provoca, se embadurna de pintura las manos y se ríe, travieso. Ellas disfrutan las ocurrencias del pequeño y, sobre todo, de los momentos que les quedan en Tijuana juntas.
«Yo he estado con ella aquí estos 10 años, viéndola sufrir, dándole una mano, porque a veces se decae, se deprime», dice Bertha, que ve cada vez más cerca el momento en que se reviertan los papeles y sea ella quien quede sola con su hijo en Tijuana.
El abogado Jesús Grijalva asegura que ya está en proceso un perdón 601-A, que anula temporalmente la Ley del Castigo, y otro I-212, con el que Emma ha solicitado su reingreso a Estados Unidos a pesar de haber sido deportada. «Emma califica», sostiene el defensor. «Ellos han tenido un sufrimiento emocional, psicológico y médico financiero», agrega. El defensor espera que en unos nueve meses, posiblemente, la madre pueda volver a abrazar a su familia desde el otro lado del borde fronterizo.
Y ya Emma hace planes. Quiere ir a Disneylandia con sus hijos y a Ohio, a conocer a la madre de su esposo.
A un lado, Bertha escucha los planes, pero sabe que sus posibilidades de regresar legalmente a Estados Unidos son casi nulas. Se quedará en México y continuará sus estudios de Negocios Internacionales en la Universidad de Baja California. El pequeño Dylan corretea por el lugar y ella sonríe al verlo.
«A pesar de que mi hermana me ha tenido a mí todos estos años, no es lo mismo que tener a su familia», dice. » El cariño de una hermana no es el mismo que el de un hijo. Sé que ella necesita a su familia para ser feliz».