misa. «Esta familia es católica, apostólica y romana»; así rezaba mi padre a cualquier traedor de La Palabra —llamárase mormón, testigo o atalayo—, y les abría las puertas de par en par para discutir con ellos acerca de las Sagradas Escrituras. Cabe mencionar que mi padre acababa de jubilarse —era médico de profesión y filólogo de corazón— y necesitaba distraerse un poco. Así, durante mi niñez, vi desfilar a un sinfín de presbiterianos, cristianos, testigos de Jehová, y alguna que otra avón- llama-a-su-puerta, entrar y salir de casa tras discutir alguno que otro punto de la biblia. Y que ni se metieran con las interpretaciones porque sacaba enciclopedias, diccionarios de griego, latín, hebreo, y les daba unas tundas fenomenales.
Pero el único día que no hacía labor de convencimiento a la puerta de su propia casa era el domingo: ese día lo dedicaba a la familia y a ir a misa. Y como ya estaba encarrilado en eso de tener la verdad absoluta acerca de etimologías grecolatinas y esas cosas, un día se agarró al párroco con eso de la misa.
Cuando terminó el oficio —si usted ha ido a misa, recordará que al final de la ceremonia, el padre dice: «Podemos ir en paz, la misa ha terminado»—. Pues, a la salida, mi padre se encaminó hacia donde estaba el sacerdote y sin agua va que le suelta: «¿Sabe usted por qué la misa se llama misa?», y sin esperar respuesta, dijo:
«En el siglo iv, para despedir a los fieles, comenzó a decirse ite missa est, que literalmente significa algo así como “Váyanse, ésta es la despedida”. La palabra misa proviene del latín missa, que es el participio del verbo míttere que, además de ‘enviar’ y ‘despido’, también significa ‘dejar marchar, disolver o despedir a un grupo’; así que, propiamente, ite missa est significa “Marchad, [la asamblea] ha sido disuelta”.
»Entonces, llamar misa a la ceremonia es, al parecer, un error, pues, en origen, dicha palabra es otra cosa. Supongo, pues, que como el latín se fue perdiendo y fue ganando el español, algunos sacerdotes, al terminar la ceremonia comenzaron a decirla en español —“Vayamos en paz”—, y otros lo combinaron —“Vayamos en paz, missa est”—, y así hasta el ahora conocido “Vayamos en paz, la misa ha terminado”».
El párroco nada más asentía con la cabeza a cada palabra que decía mi padre, y éste esperaba a que el otro le hiciera algún comentario para ponerse a discutir. Pero el clérigo, acostumbrado a evadir a sus feligreses, sólo comentó: «Creo haber sido muy claro cuando dije “Podemos ir en paz”… ¿Por qué no me deja ir en paz, hermano?». Y sin más, mi mamá tomó de la mano a mi papá y lo arrastró con ella mientras decía en un suspiro: «Demos gracias al Señor».