En la ciudad de Tijuana, Baja California, en la frontera entre México y Estados Unidos, en medio de un cañón pedregoso –conocido como el cañón de Los Alacranes–, atravesado por un canal de aguas negras que desemboca en las playas vecinas, se construyen por estos días las primeras viviendas de un asentamiento de migrantes haitianos.
El proyecto, promovido por el pastor de una iglesia evangélica, pretende dar un techo a los cientos de personas que duermen en el templo y, al ver frustrado su sueño americano por la amenaza de deportación y las políticas xenófobas del gobierno de Donald Trump, han optado por regularizar su situación en México.
Ahora son cientos, pero seguramente llegarán a ser miles los haitianos que buscarán un hogar aquí, después de haber sido forzados a dejar su país por el impacto de los fenómenos naturales (huracanes y terremotos), por la interminable crisis política que ha hecho de Haití un Estado fallido e intervenido por fuerzas militares extranjeras; y por una situación económica que no ve punto de mejoras ni conmueve a eso que llaman comunidad internacional.
Los haitianos en Tijuana han recorrido un largo y peligroso camino. En el clímax de la desesperación, oleadas de migrantes entregaron sus ahorros a los coyotes y emprendieron la ruta por tierra desde Brasil, pasando por Centroamérica hasta llegar a México, para alcanzar su destino final en Estados Unidos.
En 2016, sólo Colombia registró el ingreso de 4 mil haitianos provenientes de Brasil; y en Costa Rica, en ese mismo año, las autoridades de migración estimaron en 18 mil el número de africanos, haitianos y asiáticos que entraron al país desde la frontera con Panamá y que, ante el cierre de la frontera con Nicaragua, tuvieron que aventurarse ilegalmente en territorio nicaragüense para seguir su rumbo al Norte.
El canciller de ese país, Manuel González, llegó a afirmar que más del 95 por ciento de los migrantes irregulares que pasan por Costa Rica “dicen que son africanos, no les conviene decir que son haitianos porque aplican otras condiciones y, por supuesto, la posibilidad de la deportación a Haití es más cercana que si tuviéramos que hacerlo a un país africano”.
A inicios de 2017, se estimaba que 11 mil haitianos ya habían cruzado la frontera entre México y Estados Unidos, y unos 7 mil permanecían en Baja California a la espera de un permiso de ingreso. Se trata de una crisis humanitaria de la que ningún Estado ni organismo internacional se hace cargo, pero que genera millonarias ganancias para los traficantes de personas y las bandas criminales que lucran con este éxodo del siglo XXI.
Uno no puede evitar preguntarse cuántos de los hombres, mujeres y niños que iniciaron la travesía cayeron víctimas de enfermedades, de accidentes o de la acción del crimen organizado; cuántos sobrevivieron a los horrores de La Bestia –el tren de carga– junto a miles de centroamericanos, hermanos de infortunio; cuántos encontraron techo y abrigo durante algunas horas en el albergue del padre Solalinde, en Oaxaca; cuántos sufrieron abusos y violaciones en el camino; cuántos están atrapados ahora en redes de trata de personas y explotación sexual; cuántos yacen en fosas comunes, perdida su memoria en la profundidad del anonimato…
La prensa no ha demorado en bautizar a esta incipiente villa de Tijuana como la Pequeña Haití o la nueva Ciudad de Dios. Sería mejor llamarla ciudad ignominia, ciudad desprecio, vergüenza de la humanidad, y acaso daríamos mejor cuenta del drama, la desventura y las desgracias de quienes intentarán rehacer allí la vida que la lógica depredadora de la civilización del capital les negó en su propia tierra.