Hay una mujer llamada Antonia y hay un niño de doce años que durante los dos últimos meses ha sido el mejor estudiante de su clase. Hay un país, Estados Unidos, al que llegaron hace menos de un año. Y otro, El Salvador, que dejaron atrás. Hay un tren que parte desde Long Island en el que viaja Antonia. Otra mujer, mexicana, profesora universitaria, escritora, viaja en el mismo vagón. Se llama Valeria Luiselli. Las dos se saludan, conversan. Ese día, más temprano, Antonia asistió con temor a una citación en la Corte Federal de Migración. Es una migrante indocumentada. Valeria le pregunta por su abogado y Antonia la mira confundida. No tiene abogado, ni ella ni su hijo, el estudiante estrella que esa mañana le dijo a su madre que tenía miedo de que la deportaran y no pudiera volver a casa. Valeria le cuenta que trabaja como traductora en la Corte y busca entre sus contactos alguien que pueda ayudarla. Hasta hace una semana Antonia tenía puesto un grillete electrónico que vigilaba sus movimientos de manera satelital. Valeria la mira. Su tobillo todavía está magullado por la presión de las correas.
“Es una cosa inhumana, bestial”, dice Valeria Luiselli. Por su trabajo en la Corte ha conocido muchas historias como la de Antonia. Ha visto a muchos niños como su hijo. Niños solos, más pequeños incluso, enfrentados a la maquinaria judicial estadounidense. De esas experiencias nació su libro más reciente: Los niños perdidos (un ensayo en cuarenta preguntas). Como traductora, Luiselli escucha las respuestas que niños y adolescentes dan a las cuarenta preguntas estándar que organizaciones sociales –como The Door, en la que ella trabaja– les hacen para determinar si sus casos son lo suficientemente sólidos como para llevarlos a las cortes. Un caso sólido es uno donde ha habido violencia, amenazas, heridas físicas y emocionales. A pesar de no poder hacer nada más que oír y traducir, Luiselli se llena de rabia y vergüenza: muchos de esos maltratos suelen pasar durante su tránsito por México. “Pero la rabia ayuda en la medida en que se pueda transformar. Hay que articularla de manera lúcida para que sirva de algo”, dice Luiselli.
Durante un viaje en carro por el sur de Estados Unidos, junto a su esposo y su hija, Valeria siguió la noticia de que en el verano del 2014 la frontera mexico-estadounidense se vio desbordada por niños centroamericanos. Niños que llegaban solos, muchos de ellos con un hermano más pequeño en brazos. Entre octubre del 2013 y junio del 2014, la cifra de menores que cruzaron la frontera fue de ochenta mil. Para el 2015, superaba los cien mil. Los niños perdidos es la historia de los que logran sortear la violencia de la ruta, bordeada de coyotes y traficantes, para enfrentarse a la violencia de una tierra extranjera a la que llegan sin hablar un idioma en el que luego les pedirán explicaciones por estar allí. El grado de dramatismo de sus respuestas marcará la diferencia entre la deportación y la posibilidad de recomenzar una vida. “Quedarse es un fin en sí mismo y no un medio: quedarse es el mito fundacional de esta sociedad”, dice Valeria en su libro.
La rabia ayuda en la medida en que se pueda transformar. Hay que articularla de manera lúcida para que sirva de algo
En el 2016, según la Organización Internacional para las Migraciones, murieron o desaparecieron por lo menos 7.763 migrantes en el mundo. 575 de ellos fueron en Centroamérica y en la frontera entre México y Estados Unidos. Hombres, mujeres y niños que no soportaron los rigores del trayecto o que fueron asesinados por algún grupo de secuestradores. Otros, tal vez los más, nunca serán encontrados. Estarán enterrados en fosas comunes que siguen el mapa de la ruta del migrante centroamericano. Sobre los que no consiguen llegar habla Emiliano Monge, mexicano como Luiselli, en su novela Las tierras arrasadas. “Quienes consiguen el viaje lo hacen por una sencilla razón: no fueron secuestrados. Pudieron ser violados, asaltados, madreados, pero no secuestrados”, dice. Mientras el libro de Valeria habla del horror en los pasillos de la mole burocrática que es el sistema legal estadounidense, Emiliano alumbra los caminos que deben recorrer quienes aspiran a llegar al sueño americano y que, saben, estarán rodeados por la posibilidad de la violencia.
En la novela de Monge todo sucede en una tierra arrasada que podría ser México, pero también cualquier otra frontera entre un país del tercer mundo y uno del primero. La violencia se ejerce aquí entre pueblos similares. Hombres de territorios arrasados juegan con hombres de otros territorios arrasados. Ese es el rol de los jefes secuestradores Epitafio y Estela, protagonistas del libro: reducir a quienes cruzan hacia un país mejor que no se nombra. Una de las primeras formas de lograr la disminución del otro es despojándolo de la ilusión de una patria. Epitafio se hace llamar a sí mismo ‘la patria’ y les ordena bajo ese nombre. “Eso es quitarle el sentido a esa palabra. Es que aquello que dejaste para llegar a lo que querías, esas dos patrias tuyas, no son nada”, dice Monge. Tras esta pérdida inicial se suceden otras: les hurtan sus nombres, sus destinos.
Somos una sociedad hipermétrope: vemos lo que pasa a dos mil kilómetros de distancia, pero no lo que tenemos al lado
Las páginas de Las tierras arrasadas rezuman sangre. El conteo de atrocidades se pierde a los pocos capítulos. “El asunto acá era la repetición”, agrega Emiliano. Lo que le enfriaba los huesos no era que a un hombre le rompieran la espalda con una pala para que no pudiera escapar. El horror es que había cientos de hombres con las espaldas destrozadas. Así, lo terrible ya no es que a una mujer la violen, sino que mujeres y niñas tomen anticonceptivos antes de partir porque presumen que en algún punto del recorrido serán violadas. También, para Monge, el espanto está en la actitud de sus compatriotas. “Somos una sociedad hipermétrope: vemos lo que pasa a dos mil kilómetros de distancia, pero no lo que tenemos al lado”. Quería incomodar, hacer visible lo que el Estado calla, “echar luz sobre algo en lo que todos se hacen el pendejo colectivo”.
Ese es el propósito tanto de Los niños perdidos como de Las tierras arrasadas: arrastrar al lector hacia zonas que no ve y alumbrarlo en el terror desconocido. “Este es un tema con una carga de racismo innegable y no hay que dejar que los lenguajes de la prensa y de la burocracia les quiten a las personas sus derechos”, dice Luiselli. Tal vez la necesidad de comprender ha catalizado en los últimos años una literatura sobre la migración en México. A Luiselli y Monge se unen autores, como Antonio Ortuño y Alejandro Hernández, que también han puesto la mirada en el migrante. “Lo raro sería que no lo hiciéramos”, concluye Monge. Lo raro también sería que historias como la de Antonia y su hijo se repitieran. Y sin embargo ahí están, sucediéndose unas tras otras como las cuentas de un rosario.