A mí que me disculpen pero algo malo está ocurriendo en este país. Hay muchos que les importan un bledo valores como la honestidad. Hay quienes les vale un pepino robar como un medio para mejorar sus estándares de vida. Es una vergüenza. Veamos, tan sólo, tres historias que están hoy en día en los medios.
La primera es la del periodista quien, utilizando su acreditación para entrar a los vestidores de los jugadores en los súper tazones de futbol americano (lo cual es un privilegio que implica una gran responsabilidad), se robó tres artículos de jugadores que participaron en dichos encuentros. Me refiero a Mauricio Ortega, hasta hace poco director del diario La Prensa, quien hurtó dos camisas del mariscal de campo de los Patriotas de Nueva Inglaterra, Tom Brady, de los súper tazones 49 y 51, y el casco del apoyador de los Broncos de Denver, Vonnie B’Vsean Von Miller del súper tazón 50. Un ladrón que ha dejado muy mal parado a los mexicanos en la compleja coyuntura actual en Estados Unidos.
La segunda historia es el robo de ideas, conocido como plagio, de dos candidatos a fiscal anticorrupción del país. La Comisión de Justicia del Senado encontró que Braulio Robles Zúñiga y Angélica Palacios Zárate copiaron el mismo texto —¡el mismo!— en un documento que presentaron como ideas suyas. Palabra por palabra, pretendieron engañar a los senadores que eran profesionistas con capacidad de convertirse, nada menos y nada más, que en el funcionario del Estado mexicano encargado de combatir la corrupción. Afortunadamente los cacharon y los corrieron del proceso de selección. Pero ahí queda la ironía de dos ladronzuelos de ideas que se presentaron como candidatos a combatir los robos en el sector público: una historia propia de un guión de los hermanos Coen.
Tercera historia de vergüenza nacional. Hilario Ramírez Villanueva fue alcalde de San Blas, Nayarit. Un buen día se le ocurrió confesar que sí había robado del erario, pero “poquito”. Un ladrón o, para ser más precisos, según él, un ladroncito. A eso hay que sumar el gusto de Layín (así le dicen) por levantarle la falda a las mujeres cuando baila con ellas o la organización de conciertos populares donde reparte regalitos, como planchas, con el dinero de los contribuyentes. Pues por increíble que parezca, este personaje volvió a presentarse a la elección de alcalde en San Blas y ganó. Los electores votaron mayoritariamente por el corrupto. Ahora quiere ser gobernador de su estado. Pero resulta que, de acuerdo a un reportaje de El Universal, en realidad no fue tan “poquito” lo que se robó: las irregularidades ascienden a más de 225 millones de pesos en sus dos administradores como presidente municipal: retenciones que les quitaron a los trabajadores pero no pagaron a las autoridades tributarias, subvenciones a personas ajenas al Ayuntamiento, falsificación de facturas y pago de obras públicas que nunca se construyeron, por ejemplo. El popular Layín no es un hámster sino un gran ratón.
Tres ejemplos que hoy están en la prensa y que nos debe avergonzar porque este país ha perdido su brújula moral. Ninguno de estos ladrones está en la cárcel por el robo que efectuaron. Su único castigo ha sido mediático. Pero los escándalos durarán un rato y luego nos olvidaremos de ellos. Me temo que no habrá consecuencias de la falta de honestidad: los robos quedarán impunes.
Yo me pregunto: ¿Qué ha pasado en este país que la honestidad ya no es un valor social? ¿Cómo llegamos a esta situación vergonzosa?
Creo que el problema está en la educación. Primero en los hogares donde los padres no les enseñan a sus hijos a no robar. Por el contrario, muchos piensan, por desgracia, que el que no transa no avanza en México. Que si pueden chingarse a alguien, pues que lo hagan. Siguiente en la lista están las escuelas donde no hay una verdadera educación cívica. Muchos maestros ya no son ejemplo, mentores, de los mejores valores de la sociedad. Y luego están nuestros líderes más conocidos por sus corrupción. Les interesa más su enriquecimiento personal que pasar a la historia como mexicanos honestos que trabajaron por el bien del país. De esta manera, robar se ha convertido en algo legítimo, incluso bien visto por varios en la sociedad. En este sentido, recuerdo aquella historia que me ocurrió con un taxista que se quejaba amargamente de los políticos por robarse el dinero de los contribuyentes. Yo le contestaba que no todos. “¿A poco usted ha conocido a alguien que pasó por el gobierno y no se robó nada?”, me preguntó. “Pues sí”, le respondí y me replicó: “Pues qué pendejo”.
Twitter: @leozuckermann