A lo largo de 1.162 kilómetros de la frontera de Estados Unidos y México ya existe una separación. Pasa por los desiertos senagosos de Sonora, donde crecen cactus como si fueran tubos de órgano. Más al este, marcos de acero pesados en forma de X cruzan por kilómetros de terrenos planos con pasto descolorido y son como marcadores de un campo de batalla. En Texas, las barras pintadas de rojo que forman parte de la valla fronteriza son frías, duras y ásperas al tacto. En Tijuana, dos vallas —una antigua y otra más reciente— desciendien a lo largo del camino hasta el mar, donde las olas corroen el metal apuntalado. La frontera se extiende a lo largo de 3.201 kilómetros en cuatro estados: California, Nuevo México, Arizona y Texas. Donde hoy está la separación, la tierra y el pasto a su alrededor registran las historias de quienes intentan cruzarla, de quienes la patrullan y de quienes viven junto a ella.
Hay viejos teléfonos celulares entre las vigas. Bolsas de plástico rasgadas por el viento que dentro tienen pasta y cepillos de dientes. Ropa desechada. También están las huellas de los agentes de la Patrulla Fronteriza.
Unos 66 kilómetros más allá de Ciudad Juárez, el muro de malla metálica termina abruptamente, como una idea a medio realizar. El resto de la frontera está marcada por el río Bravo. Sin embargo, cientos de kilómetros de campo texano, incluido el Parque Nacional Big Bend, no tienen valla y carecen de cualqueir barrera hecha por el hombre o de muros de cualquier tipo.
En Tijuana, dos vallas fronterizas recorren el largo de la ciudad; una es de metal corrugado, oxidado por el tiempo, y, a unos cuantos metros de distancia, está una cerca de metal, envuelta por rollos de alambre de púas. Los muros pasan por las casas, carreteras y parques antes de hundirse en el océano. Un habitante recordó a unos cuantos emigrantes porque se los tragaron las olas cuando intentaban cruzar.
Roberto Ramírez, de 46 años, recuerda cuando no había muro, solo cables tendidos entre postes para marcar la divisoria. Los niños jugaban al fútbol en los campos mientras los padres sembraban. Ahora, con dos muros, se pregunta cuál es el sentido de que haya otro. La desesperación que obliga a los emigrantes a buscar oportunidades en Estados Unidos no se detendrá con barreras físicas, dice, sin importar lo grandes ni lo numerosas que sean.
Como una cortina metálica, el muro atraviesa las colinas de Nogales, una ciudad fronteriza donde las largas filas de vehículos y personas a pie hacen el recorrido cotidiano de un lado al otro. El muro allí está hecho de hileras de barras de acero altas. Afuera de la ciudad, corta a través de campos vacíos. Desde la cima de las colinas, la vista es de división, de comunidades separadas que están a ambos lados de la frontera.
«Durante cada año de mi vida ha crecido este muro. Parece que la distancia entre nosotros sigue creciendo», dice José Sánchez Carrillo, de 18 años, que vive junto al muro en el barrio Buenos Aires. Se enfurece con la idea de que se fuerce a México a pagar por un muro nuevo. «¿Se supone que es multimillonario ¿verdad?», preguntó. «Entonces, ¿por qué demonios no lo puede pagar él?».
Vacío.
Al atravesar los desiertos, las montañas y los pastizales, el muro fronterizo cambia de paneles de seis metros a chapas, a lo largo de zonas de arena, a barreras en forma de X en las planicies. A unos 66 kilómetros de Ciudad Juárez, en un punto medio a lo largo de la frontera, la valla se detiene abruptamente. Muchas ciudades han quedado vacías debido a la delincuencia. En otras partes, hay tierras de cultivo a lo largo del límite de México.
«Si el presidente de Estados Unidos expulsa a todos los mexicanos, ¿quiénes van a cosechar los campos?», pregunta Catarino Núñez, de 74 años, que estaba labrando su tierra, perparándola para irrigar un campo de trigo. Heredó la tierra de su padre y la ha trabajado durante la mayor parte de su vida adulta. Recuerda cuando levantaron el muro detrás de su parcela, y el efecto que tuvo en la migración y la labor. Los emigrantes que pasaban camino a laborar en los campos de Estados Unidos, se detenían y lo ayudaban con su cosecha. Ahora, encontrar ayuda extra se ha vuelto más difícil.
Violencia.
Guerrero es un pueblo pequeño y colonial, situado a orillas del río Bravo. Aunque se le nombró Pueblo Mágico —una designación que le otorga el gobierno federal para preservar su historia y su encanto— el miedo persiste en las calles debido al incremento de los delitos a lo largo de la frontera. Los habitantes dicen que han aparecido hombres armados y miembros de los carteles en los últimos cinco años y han confiscado las tierras cultivables. «De hecho, me alegra que esté construyendo ese muro porque, a lo mejor, ayudará a socavar todas esas actividades ilegales», estima Enrique Cervera, de 78 años, el cronista del pueblo Guerrero, que trabaja en un archivo de la municipalidad. Recordó cuando los estadounidenses visitaban a sus familiares en Navidad, pero esos viajes cesaron por el aumento de la violencia. Como una suerte de historiador, se toma con filosofía y buen talante la promesa del presidente Donald Trump de construir un muro, al menos cuando se compara con las hostilidades pasadas, como la guerra entre Estados Unidos y México.
En Reynosa, convergen las drogas, la inmigración ilegal y las armas. Han cerrado tiendas y si bien el principal cruce internacional sigue teniendo mucho movimiento, los habitantes dicen que ha bajado debido a la guerra territorial entre los carteles. Los estadounidenses solían llenar los centros nocturnos, y los consultorios médicos y de dentistas estuvieron alguna vez llenos de pacientes estadounidenses, dicen los habitantes.
Agustín Ramírez opera tractores en maizales en las afueras de Reynosa. Dice que él solía ser contrabandista de emigrantes y vive cerca de un kilómetros del río Bravo, en la frontera con Estados Unidos. «Solíamos nadar en este río, en los viejos tiempos», notó. «A nadie le importaba. Nadie estaba vigilando. Todo eso ha cambiado. Ahora, atrapan a todos».
En El Paso, Texas, ciudad de 680.000 habitantes, la valla fronteriza se proyecta contra los barrios, parques y apartamentos de US$ 400 mensuales. Es una estructura de malla de alambre de dos pisos de altura encima de un bloque de concreto con capas de cercas de alambre más viejas frente a ella. Después de las clases, la camioneta que distribuye helados hace sus rondas en paralelo a la valla, en la calle Charles. «Estamos tan acostumbrados a ver cruzar a las personas que solo las vemos y decimos: Está bien», señala Mannys Silva Rodríguez, de 58 años.
Legislador evaluó los desafíos a la seguridad.
La construcción del muro con México, para frenar la inmigración ilegal y el tráfico de drogas, comenzará en El Paso (Texas), Tucson (Arizona) y El Centro (California), anunció el Departamento de Seguridad Nacional. Esos lugares hacen frontera con las ciudades mexicanas de Juárez (Chihuahua), Nogales (Sonora) y Mexicali (Baja California). La etapa inicial se pagará con dinero aprobado por el Congreso. El presidente Donald Trump quiere que lo pague México. El miércoles, el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, estuvo en la ciudad límitrofe de McAllen (Texas) analizando los desafíos de la frontera. Se reunió con el director de la Patrulla Fronteriza, Ronald Vitiello, recorrió el río y sobrevoló la zona en un helicóptero de Protección de Aduanas y Fronteras para evaluar alternativas de aumentar la seguridad. Fuente: EFE.
Un montón de obstáculos y las reacciones ante un nuevo muro.
En los límites de Hidalgo, localidad de 13.000 habitantes, situada en Texas, la valla fronteriza pasa junto a la estación de bombeo, una planta de irrigación fuera de servicio que ahora es un museo y centro de observación de pájaros. Selena Aguirre, de 20 años, estudiante de la Universidad de Texas en el Valle del Río Grande, estaba parada en la senda para bicicletas, observando la valla. No es una barrera unida, sino un monton de obstáculos —un trecho de cerca de malla en un extremo, una enorme barda de barras de acero detrás de la estación de bombeo con una entrada para vehículos, y un muro de cemento en el otro extremo. «Básicamente, esto está diciendo: No vengan. No son bienvenidos», comentó.
En Brownsville, Texas, el punto más al sur de la frontera con México, la valla sirve como telón de fondo de la vida cotidiana. Forma la parte trasera de las paradas de ómnibus y pasa junto a escuelas y un antiguo campo de golf. En esta ciudad de 180.000 habitantes, dos caballos pastaban en una zona rural y estaban atados a una de las barras de acero. Tony Zavaleta, de 69 años, mira la que solía ser la tierra de su padre ya fallecido, hasta que el gobierno federal la confiscó para construir la valla durante la presidencia de George W. Bush. A su familia le pagaron US$ 3.500 por 1,2 hectáreas. Zavaleta se opone al muro de Trump. «El hecho de que la construcción y la inversión de miles de millones de dólares va a empezar de nuevo es casi risible», estima.