¿Cómo interpretar lo que está sucediendo en México a principios de este año? El fondo del problema, creo, tiene que ver con la corrupción gubernamental. Si el gobierno roba, los ciudadanos se enteran y no hay ningún tipo de consecuencias, el robo se legitima como práctica social.
Si de repente el jefe del Estado se ve involucrado en la sospechosa “compra” de una mansión de lujo que queda impune por decreto, los funcionarios de menor rango toman nota y comienzan a abusar del poder para enriquecerse.
Los empresarios empiezan a evadir impuestos con el argumento de que “ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón”. Y pronto la sociedad se lanza a asaltar comercios. ¿Por qué no si la corrupción es “cultural”, desde bien arriba hasta bien abajo, y todos, a final del día, tienen el derecho de tomar para sí lo ajeno?
A principios de este año, el gobierno liberalizó el precio de las gasolinas. Es una política pública correcta desde un punto de vista técnico. Pero, como era de esperarse, se trata de una medida muy impopular en un momento donde el gobierno carece de credibilidad social. Resulta muy difícil que la sociedad deje de recibir un subsidio por parte de un gobierno que se percibe como corrupto.
Es cierto: el aumento en el precio de los combustibles se debe a un incremento en los precios del petróleo y del tipo de cambio del peso frente al dólar. Pero también es cierto que el 36% del costo es de impuestos.
La mayoría de los gobiernos del mundo gravan las gasolinas: es un tributo fácil de cobrar, que lo pagan los más ricos y que puede ayudar a preservar el medio ambiente. México, en este sentido, no es la excepción.
Sin impuestos, un litro de gasolina Magna costaría $10.17 pesos en lugar de $15.99. Yo estoy dispuesto a pagar el costo de producción y distribución de la gasolina que consumo. La pregunta es por qué, además, tengo que pagar 36% de impuestos. ¿Cómo va a utilizar el gobierno estos recursos?
En la mayoría de los países europeos se paga una mayor tasa impositiva a la gasolina; también en el IVA e ISR. Sin embargo, los contribuyentes reciben a cambio seguridad, educación y salud de calidad más todo tipo de servicios de un Estado de bienestar.
Hay un quid pro quo entre gobierno y contribuyentes. No así en México donde las autoridades se meten en nuestros bolsillos para luego gastar sin controles. Nadie puede negar que el gasto público está lleno de dispendios, abusos y hasta robos.
En una democracia es incompatible cobrar muchos impuestos y al mismo tiempo forrarse con el dinero de los contribuyentes. Los ciudadanos tenemos la obligación de pagar tributos, pero el gobierno de gastarlos eficaz y honestamente. Lo que a mí me indigna de las gasolinas es, como en todos los temas de finanzas públicas del país, los múltiples atropellos que se hacen del lado del gasto.
En noviembre de 2014, cuando se reveló el escándalo de la Casa blanca del presidente Peña, una serie de colegas platicábamos sobre este asunto gravísimo. Todos coincidíamos que, en países de una mayor tradición democrática, algo así provocaría la caída del gobierno. Pero ninguno de nosotros pensábamos que eso sucedería en México donde no había una tradición de rendición de cuentas. Y así fue.
Peña permaneció apostándole al silencio y eventual olvido. Luego nos enteramos de otros escándalos: la casa de Malinalco de Luis Videgaray y las múltiples pillerías de diversos gobernadores. Ante una creciente indignación ciudadana, la clase política legisló un Sistema Nacional Anticorrupción descafeinado.
No se atrevieron a obligar a los gobernantes a publicar sus declaraciones patrimonial, de impuestos y de conflictos de interés ni a que la Fiscalía negociara penas con culpables de delitos de corrupción a cambio de entregar a “peces más gordos”.
Hoy estamos pagando las consecuencias de dos años de múltiples historias de dispendio, abusos, corrupción y malversación desde el poder. Hoy, por el incremento del precio de las gasolinas, la irritación social se ha avivado. México no puede ser un país donde robar sea una práctica social legítima. Ni arriba ni abajo.
Ni la de un contratista del gobierno que le financia una mansión de lujo a la esposa del Presidente ni la de un gobernador que se roba el dinero del erario creando empresas fantasma ni la de empresarios evadiendo sus obligaciones fiscales ni la de la gente común y corriente hurtando pantallas planas en actos de rapiña.