El muro con el que sueña Donald Trump es de hierro y se puede tocar. Es frío en la mañana y ardiente al caer el sol. El muro más deseado tiene tres metros de altura, es áspero al tacto y está oxidado, lo que permite mirar a través del metal para saber que al otro lado sólo hay campo.
Cuando en el mes de julio, durante la convención Republicana de Cleveland, el candidato a la presidencia de Estados Unidos, Donald Trump, propuso construir una gran valla fronteriza entre EE. UU. y México, sus seguidores jalearon la ocurrencia puestos en pie y gritando “Build the wall!” (“¡Construye el muro!) como si fuera un partido de la Super Bowl.
A miles de kilómetros de allí, en la ciudad mexicana de Tecate, de 65,000 habitantes, Minerva Chávez sonríe cuando oye hablar del muro, porque lleva 15 años dándose de bruces con una enorme placa metálica cada vez que sale a tender la ropa. Apenas hay unos metros de distancia entre la terraza de su casa y las planchas de hierro de Estados Unidos.
“Me hace gracia cuando Trump amenaza con construir un muro que aquí ya tenemos. ¿Qué pretende hacer ahora?, ¿electrificarlo?, ¿construirlo de cemento?” se pregunta irónicamente Minerva, junto al metal.
Paradójicamente, la Guerra del Golfo en 1991, tiene la culpa de que el hierro oxidado sea lo único que ve Minerva desde su terraza.
Para la reconquista de Kuwait, el ejército estadounidense tapizó el desierto con enormes planchas que encajaban como un puzle sobre la arena, para que pudieran aterrizar los aviones. Con el fin de la guerra y la posterior llegada de Bill Clinton al poder, en 1993, aquellas viejas planchas de hierro viajaron hasta la frontera donde, colocadas de forma vertical, sirvieron para separar los dos países.
Los demócratas levantaron, sin voces ni aspavientos, el polémico muro de la misma forma que Barack Obama ha sido el presidente que más indocumentados ha expulsado durante sus casi ocho años de gobierno; casi 2.6 millones de emigrantes deportados.
Clinton sustituyó el alambre de espino y desde entonces los vecinos de la colonia El Refugio de Tecate, ya no ven alisos y encinos cuando miran al horizonte sino la plancha color ocre, imposible de mover a patadas.
A menos de una hora de ahí, en la playa de Tijuana, un obelisco de mármol de 1848, recuerda el día que el presidente interino de México, Manuel de La Peña, y de Estados Unidos, James Polk, pactaron los límites actuales. Este mojón tiene un hermano gemelo en Tamaulipas, en la esquina opuesta del país. Entre obelisco y obelisco hay 3.185 kilómetros de distancia, casi la misma que hay entre Madrid y Moscú.
Aproximadamente en un tercio de la frontera, unos 1,100 kilómetros, hay muro físico. Comienza en la playa de Tijuana y avanza hacia el Eeste atravesando ciudades como Tecate o Mexicali. En otros tramos sube y baja como un gusano por cerros y montes de California, Arizona y Nuevo México donde sólo hay venados, como una pequeña muralla china tex-mex.
En otro tercio de la frontera hay un muro virtual, vigilado por cámaras, sensores térmicos, rayos X y 21,000 agentes fronterizos, un 518 % más que hace dos décadas, según un informe del Colegio de la Frontera Norte y el Centro Norteamericano de Estudios Transfronterizos.
El último tercio del muro es el más barato del mundo de vigilar porque ejercen de centinelas los desiertos de Sonora y Chihuahua, donde las temperaturas llegan a los 50 grados. Intentando cruzar por aquí han muerto unos 8,000 migrantes en los últimos 20 años. Durante los 30 años de Muro de Berlín fallecieron entre 200 y 500 personas.
“El muro es intermitente porque Estados Unidos lo ha construido en las zonas donde es más visible y transmite mayor sensación de seguridad frente a las hordas de emigrantes” explica el académico Juan Manuel Valenzuela, secretario académico del Colegio de la Frontera Norte (Colef).
Cuando en 1846, EE. UU. invadió México y le arrebató más de medio país, se dividieron también familias y grupos indígenas como los Cucapás, los Kumiai o los Paipai, repartidos entre Baja California y los estados de Arizona, California o Nuevo México en EE. UU.
Desde entonces la historia de pueblos como los Kumiai, de los que sólo quedan unas cien familias, es una suma de esfuerzos por aniquilarlos. Entre otra aberración del tiralíneas, el actual muro atraviesa el cerro de Cuchumá, el monte sagrado de los indígenas y parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de México.
El muro corta como el cuchillo la mantequilla, el cerro al que los Kumiai acuden a “hacerse limpias y a tomar visión” desde mucho antes de que existieran ambas naciones, describe en rústico español Norma Meza, una voluminosa mujer indígena de largo pelo negro que le cae por el hombro, orgullosa de recordar sus tradiciones.
“Igual que ustedes van a confesarse con un sacerdote, los Kumiai asistimos al Cuchumá” resume Norma, que lleva sin pisar el cerro desde que quedó partido.
Hoy en el mundo, hay guerras vigentes por símbolos religiosos mucho más recientes que este cerro.
Durante sus cuatro meses de campaña, Trump ha agitado la bandera racista insistiendo en la construcción de un muro que permita tener fronteras seguras. La realidad es que ningún atentado terrorista en Estados Unidos ha sido cometido por nadie que hubiera entrado al país por esta frontera, por la que diariamente pasan un millón de personas, 300,000 carros y 15,000 camiones de carga.
Pero, ¿no tiene derecho un país a construir un muro que favorezca una migración ordenada y persiga el tráfico ilegal de personas? “Estados Unidos tiene derecho a poner una barda en la frontera si lo cree conveniente, pero lo que no tiene derecho es a imputar una serie de responsabilidad a los migrantes que no son ciertas. Tampoco tiene derecho a negar derechos humanos y civiles ni criminalizarlos por una falta administrativa como es un cruce sin papeles. Estados Unidos tampoco tiene derecho a permitir el discurso del odio ni la aparición de grupos supremacistas que agreden y matan a migrantes o distorsionar el importante papel económico que juega la migración dentro de EE. UU.” responde Valenzuela, académico del COLEF, una de las mejores instituciones del mundo en el estudio de la migración.
“Quiero recordarle al gringo que yo no crucé la frontera, la frontera me cruzó” resume el estribillo de la canción ‘Somos más americanos’. Al fin y al cabo, la vida en la frontera más transitada del mundo se parece más a una canción de Los Tigres del norte, que al muro con el que sueña Trump