Me dijeron «es el mejor lugar para probar las empanadas argentinas». Estaba yo en Buenos Aires y sabía que la recomendación podría ser exagerada, es como si alguien en México te habla del mejor lugar para probar tacos. Con esa salvedad en mi cabeza y con mucha hambre en el resto del cuerpo, llegué a un modesto lugar en espera del santuario culinario anunciado por un amigo bonaerense. Efectivamente, las empanadas muy buenas, eran de horno, su costra dorada traía algo de fuego y de ladrillo. Pronto llegó la decepción.
Como es natural para un mexicano, pedí salsa chimichurri. El mesero hizo un gesto como si le hubiera preguntado por una empanada de huitlacoche, luego dijo que trataría de conseguirla. Fue entonces cuando vi a los demás comensales, en ninguna mesa había el tradicional aderezo argentino, muy usado en sus asados.
¿Por qué los mexicanos aderezamos las empanadas argentinas con chimichurri? Mi deducción es que como casi a todo le echamos salsa, como el picante es parte de la identidad cultural, seguramente en alguno de los restaurantes argentinos que tanto nos gustan en México, alguien pidió salsa picante, y lo más cercano a «picante» para un argentino es la chimichurri que, como sabemos, es totalmente inofensiva pero da sabor. A partir de ahí la costumbre de asociar empanadas con chimichurri forjó un estereotipo, un constructo social, también un mito. Hay extranjeros que se desencantan en México cuando ven que su cerveza no tiene una rebanada de limón atorada en el cuello de la botella. La publicidad ha construido una imagen que para muchos, en otros países, es una verdad.
El presidente Peña, al inaugurar la Semana Nacional de Transparencia 2016, dijo que en materia de corrupción nadie puede arrojar la primera piedra y que todos somos parte de un modelo «que hoy estamos desterrando y deseando cambiar». No estoy de acuerdo en la generalización y menos en equiparar todos los casos de corrupción como si fueran igualmente graves. La declaración fue considerada como una ofensa por muchos y como una confesión de parte, por otros. Lo rescatable para mí es que efectivamente todos somos parte de un modelo, es decir un sistema, que hace que las cosas funcionen cuando hay corrupción, y promueve frenos para que exista el incentivo de quitarlos. En Vecinos distantes, Alan Riding se refiere a la corrupción mexicana como lubricante y engrudo. Tiene razón.
El que seamos parte de ese sistema no quiere decir que todos seamos corruptos o que la corrupción sea incurable. Lo grave es que nosotros mismos construyamos, por acción u omisión, un estereotipo de que los mexicanos somos corruptos.
Yokoi Kenji es un joven nacido en Colombia donde creció sus primeros diez años, luego vivió en Japón. Físicamente parece nipón, culturalmente es latino con una mezcla de la cultura del sol naciente. Se ha dedicado a demostrar que vivimos con muchos mitos, que los japoneses son más inteligentes, por ejemplo. Durante sus primeros años en Japón vio que los niños japoneses eran muy similares a los colombianos, gritaban, molestaban igual. La diferencia que encontró fue la gran disciplina (el respeto por las normas) que se tiene en Japón. Llegó a la conclusión de que los japoneses valoran más la disciplina que la inteligencia. Su caso, al ser un individuo nutrido de dos culturas, demuestra que la corrupción es sistémica, es cultural, no está en los genes, no atenta contra el nacionalismo, está en los hábitos sociales promovidos por la mayoría de los ciudadanos.
La construcción de un nuevo estereotipo mexicano debería ensalzar conductas positivas, actos donde un mexicano actuó sin corrupción. Pero debemos empezar por nosotros, por casa y por acciones de vida cotidiana. Luego en las escuelas. No se trata de ganar el premio nacional anticorrupción, se trata de ganar la secreta e íntima satisfacción de dar un buen ejemplo desde aquello que pensamos que no importa.
Los estereotipos cambian creencias, las creencias cambian conductas. Esto es tan cierto como que la salsa chimichurri no pica.
@eduardo_caccia