Su madre se suicidó con pastillas. Su padre lo abandonó y fue criado por su abuelo de quien sospecha afectó por siempre la vida de su madre por un episodio oscuro que nunca le contaron. Se llama Enrique. En la secundaria donde es profesor sustituto los alumnos lo insultan. La violencia es tan cotidiana como las hojas de un árbol en verano. Los padres de familia, sintiéndose ajenos al problema, son tan violentos como sus hijos y culpan de todo a la escuela. Otros profesores arrastran su propio infierno. Uno llega a su casa y la esposa ni le habla, en las mañanas se aferra a las rejas de la escuela para ver si alguien lo nota. Otro toma pastillas para aguantar el manicomio que implica trabajar entre la desesperanza. La directora está preocupada de que no la corran y el comisionado de distrito ya les avisó que dado el mal desempeño del colegio, las buenas familias se han mudado de vecindario y eso ha impactado negativamente el valor de las propiedades, incluyendo el terreno de la escuela, única minusvalía que le aflige. Un estudiante mata a golpes a un gato, otra alumna habla de suicidarse mientras interviene fotografías donde borra los rostros. Su padre desestima sus habilidades artísticas y le ruge que mejor baje de peso.

Es un caos, reflejo de un mundo disfuncional, una semblanza lúgubre y desesperanzadora, una espiral hacia la degradación. Es Detachment, una película distópica en la que el profesor Henry Barthes intenta hacer la diferencia con sus alumnos pero es incapaz de construir un apego emocional con ellos. Es también una gran metáfora, un fractal, algo más grande que los linderos de un colegio.

Me acordé de México, el país malhumorado donde existe abrumadora evidencia para documentar nuestro desánimo: un gobierno que, como apunta Luis Rubio, ha sido incapaz de mantener la expectativa que generó de saber cómo gobernar, un crecimiento económico que no termina de desilusionarlos, un sistema social corrompido hasta la médula, una inseguridad rampante y un mal que nos abate en cada metro cuadrado: impunidad.

En una de las escenas más memorables, el profesor Henry Barthes llama a sus alumnos a defenderse de un holocausto social que ha deformado particularmente a los jóvenes, con falsas creencias, y les dice que para defenderse deben aprender a leer, para estimular su propia imaginación, cultivar su conciencia y su propio sistema de creencias. «Necesitamos habilidades para defender y preservar nuestra mente». Y yo diría en México, preservar nuestra salud mental, detener lo que nos drena emocionalmente.

En La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe (referida en la película), la ruina es progresiva e inevitable, pero en nuestra casa, México, no tiene por qué serlo. En cada sobremesa, en cada aula de clases donde se enumeren los males que nos aquejan, habrá que contrarrestar con una lista de activos e historias reales que nos llenen de energía. Todos conocemos el bien hacer de un mexicano, el policía que regresó una cartera, el burócrata que actuó diligentemente, el inspector que no pidió mordida, el funcionario público que genera superávit financiero, el médico que no operó innecesariamente, el constructor que cumplió con las especificaciones, la licitación que no era una simulación, la ciudad que ganó un premio mundial por su limpieza, la maestra que sí se presentó a dar clases, el marchante que despacha kilos completos, el alumno que decidió no copiar, el diputado que rechazó un moche, el adolescente que dijo «no» a tener una licencia de manejo falsa, el comensal que regresó una cuenta porque le estaban cobrando de menos, el federal que no aceptó un soborno, el empresario con labor social encomiable, el samaritano que ayudó a uno de nuestros hijos en la calle, la empleada de una farmacia que le prestó dinero a un cliente para comprar la medicina del hijo enfermo, el conductor de Uber originario de Huautla, Oaxaca, que hace 3 años llegó a la capital y no hablaba español, el comunicador que se arriesgó a denunciar. Todos estos mexicanos han existido para mí. ¿Cuáles son los tuyos?

Habrá que reconstruir el apego emocional con la patria. No podemos permitir que la casa se nos caiga encima. Nuestra reserva nacional de optimismo está en un sitio: nosotros.

@eduardo_caccia

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