Emplazarnos a cualquier actividad de nuestra vida, incluidas nuestras relaciones sentimentales, a saber distinguir lo que estamos sintiendo justo en el momento en el que lo estamos experimentando no es cosa sencilla. Es más, la gran mayoría de los conflictos existenciales que nos aquejan a hombres y mujeres por igual, estoy segura que, se derivan de nuestra incapacidad por el desconocimiento (parcial o total) de aquello que nos preocupa, nos inquieta o nos estresa.
Un claro ejemplo de lo anterior, aunque botones de muestra hay infinidad, tiene que ver con la precaución y/o el miedo, dos sentimientos o circunstancias a las que frecuentemente nos enfrentamos en nuestra vida diaria y a las que en definitiva muchas veces no sabemos distinguirlas una de la otra. Es más, la gran mayoría de la gente, más allá de su entorno, no posee la capacidad para diferenciar atinente y asertivamente a una persona precavida de una miedosa.
De forma primigenia, tanto la precaución como el miedo se fundamentan en una emoción negativa. Pero para entender esto, lo primero que debemos hacer es comprender que éstos no son sinónimos y que experimentar, ya sea uno o la otra, es intrínseco de nuestra condición humana porque, sin importar la edad, el género y la circunstancia, absolutamente tod@s en algún punto de nuestras vidas vamos a sentir miedo y también la necesidad de ser precavid@s.
Sin embargo, aquí viene una situación muy importante que diferencia a estos dos. Por lo regular, el miedo proviene del desconocimiento y la precaución se deriva del conocimiento. ¿Cómo es esto? Simple. Sentirnos temerosos casi siempre tiene relación con algo que ignoramos (ejemplo: si vemos una flama en la estufa e ignoramos lo que es, en una primera instancia no nos acercaremos a tocarla porque no poseemos el conocimiento de lo que es, qué hace y para qué sirve); y el ser precavidos es consecuencia, aunque no siempre, de la experiencia adquirida (ejemplo complementario: evitaré tocar esa flama que sale de la estufa porque en una ocasión anterior lo hice y eso me quemó, me dolió y no quiero volver a sentirlo).
De la misma manera funcionamos y operamos en todo aquello que tiene que ver con nuestras relaciones interpersonales, incluidas las sentimentales. Tenemos la capacidad de asombrarnos y entusiasmarnos cuando transitamos por terrenos desconocidos, nos vamos enamorando gradualmente, y en la medida en que somos correspondidos o rechazados nos formamos una especie de mapa emocional en el que evitamos cualquier situación en la cual podamos estar expuestos a que nos lastimen. Y una vez que hemos acumulado experiencia (y, ¿por qué no?, también fracasos), en vínculos posteriores nos la vamos tomando con más calma y de manera mesurada nos autoimponemos límites para no repetir los sinsabores previos.
Sentir miedo y ser precavidos es totalmente entendible y natural. Pero ser miedosos todo el tiempo, paralizarnos ante cualquier circunstancia que pudiera traducirse en algún tipo de dolor hacia nosotros se convertiría en un verdadero problema para crecer emocionalmente. Sin embargo, ser precavidos (siempre o la mayoría de las veces) nos pone un escalón arriba en la búsqueda de la madurez.
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