-Aquí no tenemos prisa- nos dice con gran orgullo el taxista que nos lleva del aeropuerto al hotel Agua, donde nos vamos a hospedar por 4 días. Al asomarme por la ventana me doy cuenta de la verdad en sus palabras. Las caras de los cartagenos son alegres y relajadas. Nadie corre ni se estresa o agita. Aquí la paz reina.
En el casco antiguo, uno se deleita perdiéndose entre sus pequeñas calles. Todo esta a dos cuadras de todo lo demás. Paseas para encontrarte con una hermosa y antigua catedral que mira hacia una pintoresca plaza repleta de vendedores ambulantes y aromas que provienen de las cocinas de sus casas o restaurantes. Sigues caminando un poco mas y te topas con la muralla, la cual puedes recorrer, obteniendo una maravillosa vista del mar con sus playas de arena obscura y los edificios que recuerdan a Miami en la parte moderna de Cartagena de Indias a lo lejos.
Al acabar el gran espectáculo de la puesta del sol que vimos desde el Café del Mar en la muralla, nos dirigimos a cenar, esperando con ansias probar mas de la sabrosa comida de esta ciudad, que hasta ahora nos ha encantado. Bajo recomendación gozamos las exquisitas comidas de los restaurantes Vitrola, Don Juan y Vera. Los tres sobrepasaron nuestras expectativas y resultaron en historia de amor entre nosotros y la comida colombiana.
El hospedaje de un viaje es una parte esencial de la experiencia al igual que la gastronomía. El hotel Agua, recomendado por Fernando Botero, hijo del famoso artista y calificado como el mejor de Cartagena, es un pequeño santuario de comodidad. Cada una de sus seis habitaciones es diferente y toda su decoración esta conformada de antigüedades y obas de arte. Un cuadro original de Botero, adorado por los colombianos, cubre la pared a la derecha de mi cama. La mesa para el café ha vivido mas años que mi abuelo y la simpática terraza da hacia el interior del hotel donde se alzan dos altas palmeras rodeadas por un pequeño estanque. Aquí te encuentras con un servicio excelente y una refrescante alberca en el tercer piso, necesaria en esta época del año aunque siempre se logra escabullir una deliciosa brisa a todos los rincones de la ciudad.
Empezando a extrañar de una vez a mi ahora amada Cartagena, nos subimos a un yate que nos llevará a la isla Barú donde, lamentablemente, pasaremos solo una noche. Atravesamos la Bahía de Cartagena en 40 minutos y llegamos a nuestro destino, un hotel de tres habitaciones de los mismos dueños y maravillosos arquitectos del Agua. Un muelle de madera es la entrada. Manglares y corales multicolores le hacen eco a las aguas transparentes y tibias de la Bahía. Hermosa decoración típica colombiana adorna el camino de arena hacia el pequeños lobby. De ahí son 150 escalones entre árboles y flores para llegar a la habitación. Un alojamiento de dos pisos con piscina propia y vibra buena. En canoas llegan nativos con sus perlas y sonrisas. Un encanto de lugar en donde el tiempo se detiene y los sentidos se alteran.
-En Colombia uno se deja llevar- Dijo aquel taxista al principio del viaje. Cartagena es un dejarse fluir en un espacio sin tiempo, ahora entiendo el significado de sus palabras.