Cualquier locutor deportivo podría decirlo: no es ganar, sino sostenerse en la victoria, lo más complicado. Por eso, el avasallador triunfo de Andrés Manuel López Obrador y Morena, su partido, en las elecciones federales de 2018, significa ahora un reto enorme para el mandatario y los suyos, de cara a los comicios de la próxima semana. Porque es claro que quieren repetir una victoria tan holgada como la que obtuvieron entonces (la de los famosos treinta millones de votos) y refrendar, así, lo que han interpretado como un claro mandato popular para “transformar” el país según sus planes.

El presidente, que es todo menos ingenuo, lo sabe muy bien. Por eso ha emprendido, desde hace meses, una ofensiva en múltiples frentes. Ha golpeado cada semana, con asombrosa constancia, al Instituto Nacional Electoral, para ir cimentando un relato de presuntas irregularidades en su contra (y, si las cosas le salen muy mal, hasta de fraude) que pueda justificar un triunfo menos contundente de lo que él y sus partidarios esperaran. Y por eso, y muy a pesar de que las leyes se lo impiden, López Obrador no ha dejado de intervenir en las campañas, atacando a sus adversarios y echándoles encima, en ciertos casos, a las instituciones del Estado, para que los presionen.

El presidente no ha dejado una sola carta sin jugar: por ejemplo, a pesar de que aún no se termina de vacunar por completo a los mayores de 60 años y apenas ha comenzado el proceso masivo para los mayores de 50, el Gobierno se apresuró a abrir el registro para las personas mayores de 40 justo antes de las votaciones… ¿Deberíamos llamarnos a la sorpresa? Después de todo, López Obrador siempre se ha comportado como el cabecilla de un movimiento político y no como un jefe de Estado.

Las encuestas indican que, luego de los comicios del 6 de junio, el equilibro de poderes podría mantenerse más o menos igual que como estaba. Es decir, que Morena conservará la mayoría en la Cámara de Diputados, aunque con una baja directa de curules y una mayor necesidad del respaldo de sus aliados y satélites, pero quizá sin lograr el gran objetivo de conseguir la mayoría calificada. Y en cuanto a las gubernaturas en juego, las encuestas señalan que algunas de las que el presidente y los suyos más ambicionan se les irían de las manos, como es el caso de Nuevo León, que por su importancia económica y simbólica representaría un tremendo golpe de autoridad ganar.

Ese escenario no es el mejor para un presidente que aspira a encabezar una aplanadora y cuyos seguidores aseguran que solo pequeñas minorías aisladas se les oponen. Con ese discurso tan ambicioso en la boca, un resultado que no supere al nocaut de 2018 podría ser una decepción. Porque significaría que, lejos de estarse consolidando como “el presidente más popular del mundo”, como tanto presume cada mañana, el ejercicio real del poder no ha hecho aumentar los apoyos para su partido, y sus pifias en salud, economía y seguridad, entre otras, le han pasado factura.

Los riesgos están allí. Ver mermado, aunque sea ligeramente, su poder en Diputados; perder algunas de las gubernaturas más jugosas en disputa; cosechar derrotas en la Ciudad de México, su tradicional bastión, y no conquistar otras capitales, como Guadalajara o Monterrey…

El presidente decidió convertir estas elecciones intermedias en un referéndum de su gestión. Ha apostado todo su capital político a arrasar. Si la realidad no le da la razón, al final, y su poder se queda más o menos en donde estaba antes de las votaciones, ¿cómo afrontará la segunda parte de su sexenio? ¿Cuánto tardarán en desbocarse las diputas internas por su sucesión? El hecho es que López Obrador decidió jugárselo todo en unos comicios en los que ni quiera es candidato…

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