Para Jorge Barba

El presidente López Obrador ha prometido repetidamente que no se reelegirá. En días recientes firmó una carta en ese sentido, que tiene el carácter de un compromiso con la Historia. Ningún otro mandatario en la era contemporánea ha asumido la obligación de externar una promesa semejante. Solo Porfirio Díaz, el epónimo de la historia moderna, declaró algo similar en la entrevista con James Creelman de 1908. A los setenta y ocho años de edad debía hacerlo, no solo por el apego que le había tomado a la silla sino porque entonces la reelección no estaba prohibida en la Constitución. Todos sabemos que Díaz incumplió su promesa.

No hay motivo para pensar que López Obrador faltará a la suya, menos aún cuando para él Madero es uno de los grandes personajes de la historia mexicana. Su única crítica a Benito Juárez, a quien admira sobre todos los presidentes, apunta a sus repetidas reelecciones. Pero en su promesa de no reelegirse López Obrador no se remite al artículo 83 constitucional («el presidente de la república […] en ningún caso y por ningún motivo podrá volver a desempeñar ese puesto»), sino que traslada esa potestad de la ley a su persona. ¿Por qué lo hace?

López Obrador no se concibe solo como un mandatario en un régimen democrático -que sin duda lo es- sino como la encarnación del pueblo soberano. He explicado las raíces teológico-políticas de esta legitimidad en mi libro El pueblo soy yo. A partir de esa confluencia de legitimidades, su deseo personal es limitar su período a los seis años. Si el pueblo decide revocar su mandato, lo obedecerá. Pero ¿qué ocurriría si, llegado el momento, el pueblo decidiera refrendar ese mandato más allá de los seis años? Según su propia lógica, podría no tener más remedio que obedecerlo.

El tema oscurece el ambiente, ya de por sí polarizado. Está en manos del Senado de la República disipar toda duda y asegurar que la reelección no ocurra bajo ninguna circunstancia. Sería la consagración definitiva, para el siglo XXI, del «Sufragio efectivo, no reelección» que es la columna vertebral de nuestra vida política.

El principio del «sufragio efectivo» es esencialmente democrático. Si no se cumple, es imposible determinar la voluntad mayoritaria y establecer un gobierno legítimo. Pero sin la «no reelección», principio esencialmente liberal, ese mismo mandatario puede caer en la muy humana tentación de perpetuarse en el poder, sepultando a la democracia. De ahí la buena fórmula de Madero.

En el siglo XX, el sistema político mexicano adulteró de manera sistemática la primera parte del lema. Como es bien sabido, desde su nacimiento en 1929, aquel régimen perfeccionó una maquinaria electoral que le aseguró el triunfo en decenas de miles de elecciones municipales, cientos de elecciones estatales, federales, legislativas, gubernativas, presidenciales. El sufragio existió, pero fue inefectivo. Esa maquinaria dejó de funcionar a partir de 1997.

El segundo término del lema maderista prevaleció por su fuerza histórica. Los pocos presidentes que soñaron con franquearlo se toparon con un límite absoluto. El caso paradigmático fue Álvaro Obregón. Quizá la bala que lo mató tenía otra inspiración, pero el resultado fue dar fin a la era de los caudillos y dar comienzo a la era de las instituciones o, mejor dicho, a la institución del PNR/PRM/PRI, que desde 1934 hasta el año 2000, con puntualidad sexenal, respetó (a veces a regañadientes) el segundo postulado del precepto. Esa alternancia interna fue el único dique contra el poder presidencial que toleró aquel sistema.

¿Cómo fortalecer ahora el sufragio efectivo? Solo hay un camino. Asegurando la plena autonomía del Instituto Nacional Electoral. Es el puntal imprescindible de nuestra democracia. El recorte que le impuso la Cámara de Diputados es indignante e inadmisible. Ignoro si se ha subsanado, pero aún en ese caso, de 2020 en adelante no puede volver a ocurrir.

¿Cómo fortalecer la no reelección? En mi opinión, evitando la revocación de mandato. Una mayoría ciudadana eligió a López Obrador por seis años, tiempo suficiente para que lleve a cabo su proyecto sin afectar la columna vertebral de la democracia. Pero si la revocación se aprueba finalmente, el referendo respectivo debe ocurrir en una fecha distinta a las elecciones de 2021. La aparición del presidente en la boleta introduciría una distorsión evidente en la efectividad del sufragio. No se debe aspirar al poder desde el poder.

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