La espera es larga, en ocasiones se prolonga hasta dos meses, pero no hay otra opción para las personas originarias de Haití que día con día llegan a la ciudad fronteriza de Tijuana. Cientos de familias entran a México por Tapachula, ahí piden a las autoridades migratorias mexicanas un permiso para cruzar el país y llegar sin contratiempos hasta la frontera con Estados Unidos. Con conocimiento de causa, el Instituto Nacional de Migración (INM) otorga un salvoconducto y lleva un conteo preciso de cuántas haitianas y haitianos ingresan al país. El éxodo masivo –que comprende varios países, por lo menos desde Brasil, Perú, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México– tiene sus datos, sus conteos, y por su puesto, sus fallas.

En medio de todo el descontrol que ha surgido al interior de la sociedad tijuanense al ver sus calles transitadas por migrantes diferentes a las y los centroamericanos de siempre, algunos cambios pueden empezar a notarse. Dos meses de espera antes de tener la cita con los servicios migratorios estadounidenses (Customs and Border Patrol, CBP) significan dos meses de espera en albergues, de malos tratos de la policía, de algunos claros desprecios de sectores con una perspectiva reducida, casi tanto como su inteligencia; las cosas no podían transitar siempre bajo esta óptica y algunas puertas comienzan a abrirse para que haitianas y haitianos conviertan la espera en trabajo y en la modesta reconstrucción de la vida cotidiana. La comida es un elemento de esta lenta adaptación al medio.

A una cuadra y media del Desayunador del Padre Chava, uno de los centros de albergue que se ha puesto a disposición para este nuevo proceso, y a 10 minutos de la línea fronteriza, la entrada de un taller mecánico comparte espacio con un pequeño local de pollos fritos–Pollos Lucas–, mismo que ha abierto las puertas de su cocina para que mujeres y hombres haitianos, cocinen el pollo con la receta de su país: al pollo le ponen especias y el arroz lo mezclan con frijoles, habichuelas cómo dicen ellos. «¿En México hay habichuelas?» preguntó un día una joven haitiana a doña Fausta Rosalía, originaria de Oaxaca y que es uno de los pilares del local.

«Ellos mismos me lo pidieron, hacer su misma comida de ellos, porque la comida de aquí no les gusta», comenta doña Faustamientras termina de empacar una cajita con algunas piezas de pollo, una porción generosa de arroz y una ensalada. «El pollo se diferencia por los condimentos que lleva –continua–, desde que lo empiezan a hacer lleva chiles, cebollín, chile habanero, muchas cosas; antes hacía quesadillas, bistec ranchero, el propio pollo de acá, pero ya dejé de hacer eso porque no me da tiempo».

Las barras-ventanas del local se abarrotan de gente, la mayoría haitianos que compran los paquetes (por 40 pesos -2 dólares- la porción de comida es bastante sustanciosa) y luego los llevan al albergue para comer junto con sus familias, aunque dice doña Fausta que «también vienen mexicanos, americanos, el otro día vino una señora que pidió comida para el otro lado y se llevó varios paquetes». Dos mujeres haitianas, con delantales similares, no paran de freír piezas de pollo en cacerolas, el calor aumenta cada vez más en la reducida cocina y el olor a comida abre el apetito de todo aquel que lo percibe. Huele riquísimo.

«Una vez, unas muchachas vinieron a pedirme que si les dejaba cocinar como ellas sabían –sigue doña Fausta mientras su esposo y su hija hacen sin parar la parte que les corresponde de la cadena de empacamiento del pollo–, que cuánto les cobraba y yo les dije que con lo del gas nada más, pero que me acompañaran al mercado para comprar las cosas porque yo no sabía qué necesitaban. Empezaron a comprar las cosas y ya cocinaron y en ese momento pasaron muchos de sus compañeros y le preguntaron si hacían comida para vender, ellas dijeron que no, que era para ellas, pero entre ellos mismos se pusieron de acuerdo».

No se trata de un trabajo permanente, cocinar pollos con la receta haitiana tiene la misma fugacidad con la que las personas pasan por aquí y esperan irse lo más pronto posible; su paso por Tijuana es tan fugaz como lo fue la independencia Haití. «Las muchachas que trabajan aquí ahora tienen como una semana, ellas mismas se van dejando el trabajo, no se van a quedar, se van a ir, de hecho la muchacha que empezó ya se fue», concluye doña Fausta.

Charles, como miles de haitianos, trabajó en Brasil, lo hizo durante cinco años, cuando ya no fue posible quedarse allá decidió realizar la travesía de cruzar medio continente para seguir el sueño americano. Hoy entre el olor del pollo frito que le recuerda a su querido Haytï también sabe que su familia está en la isla y que está pasando todas las penurias para poder conseguir un trabajo mejor y ayudarles. Mientras come una de estas deliciosas cajitas, reflexiona acerca de los países ricos que dicen ayudar a las naciones pobres y en lugar de mandar medicamentos mandan ejército, armas: «Las naciones ricas deben ayudar realmente a las naciones podres o habrá muchos más migrantes, sólo queremos escuelas, hospitales, trabajo».

Convencido de que llegará a Florida para insertarse en la comunidad haitiana y trabajar, nuestro amigo comensal de 28 años de pronto suelta la síntesis de la migración cuando afirma que «el ciclo de la vida es nacer, crecer y morir, no entiendo porque no nos dejan vivirlo en paz». Mientras que en Haití el huracán Matthiew dejó más de 800 muertos (con la certeza de que la cifra aumentará en los próximos días), cientos de poblados sumidos en la destrucción más atroz, y cientos de miles de personas nuevamente a la deriva, Charles se siente afortunado de estar aquí, en la línea fronteriza entre México y Estados Unidos, come con calma y saborea cada pieza de pollo, porque, en sus palabras, «después de tres meses de viaje, tenemos suerte de comer un pollo con el sabor haitiano, mucha gente no logró llegar hasta aquí».

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