Cada vez que se producen fenómenos sociales dispersos, desorganizados, pero hasta cierto punto violentos e ilegales, como los saqueos, bloqueos y tomas de gasolineras o de pipas en los últimos días en México, proliferan las versiones sobre su verdadero “origen”, así como rumores que amplifican el movimiento. No tiene nada de nuevo en México ni en muchas partes del mundo, en ese sentido no hay de que espantarse.

 Una diferencia proviene de fenómenos nuevos y viejos típicamente mexicanos. El nuevo son las redes sociales en un país donde no hubo nunca medios impresos de gran circulación –digamos de más de un millón de ejemplares diarios–; donde la televisión llegaba a más de 95% de los hogares, pero sin ningún contenido político hasta hace 15 años; donde reinaba un régimen autoritario que a propósito despolitizaba a la gente; y en una sociedad débilmente organizada como pocas en el mundo, las redes sociales de repente se han vuelto un instrumento de politización, de ventilación de quejas, de rabia e intercambio de información como no existía antes. Al mismo tiempo esto se combina en nuestro país hoy con una vieja tradición mexicana propia del sistema sucesorio priista que imperó en México desde 1940 hasta el año 2000: el dedazo. La combinación es explosiva y eso en buena medida es lo que puede estar sucediendo ahora.

 

La gente cree mucho de lo que ve en las redes sociales, en gran medida por ignorancia, en buena medida por falta de otro tipo de información –radio, televisión, prensa, partidos, sindicatos, congreso, oposición, organizaciones de la sociedad civil– y la reproduce, y eso hace que acciones de pequeños grupos en pocos lugares se vuelvan un fenómeno nacional amplificado por las redes. Este análisis no tiene nada de original, pero es evidentemente una parte de la explicación de lo que está aconteciendo. Sabemos que en México existe una tradición de utilizar a provocadores, a infiltrados, a “porros”, y a todo tipo de agentes públicos o privados, para hacer avanzar posiciones políticas.

Yo no creo por un minuto que López Obrador tenga ni la capacidad, ni la voluntad de incendiar al país; lo hará una vez que gane. No antes. Pero sí creo que entre los priistas puede existir una tentación seria de crear problemas para luego resolverlos, al estilo de Luis Echeverría en 1968 o de Manuel Camacho entre 1988 y 1994, y venderle cara la solución al presidente en turno –Díaz Ordaz con Echeverría, Salinas de Gortari con Camacho.

Estas patadas por debajo de la mesa, o golpes por debajo de la cintura, son lo propio de los aspirantes priistas: siempre lo han hecho así. No debe sorprender a nadie que lo estén volviendo a hacer.

El problema con la posible fusión de estas dos tendencias –lo más arcaico del priismo, lo más moderno de las redes sociales– es que puede colocar a ciertos sectores de la sociedad en un dilema sin solución. Ya un funcionario de la Asociación Nacional de Tiendas de Autoservicio y Departamentales (ANTAD) pidió la intervención del Ejército. Ya hemos visto fotos en los últimos días de patrullas militares protegiendo a distintos comercios, gasolineras o tiendas. Se entiende que empresas y dueños pidan la intervención del Ejército porque al igual que contra el narco, no existe alternativa. Pero al igual que contra el narco, la tentación debiera ser resistida por el gobierno. Lo peor que podría pasar en México hoy es que hubiera soldados resguardando las instalaciones de Walmart, de Liverpool o de Pemex. No sólo por la patética imagen, sino porque el Ejército no lo sabe hacer. Y si se le coloca en esa situación, esto va a terminar en una tragedia. El 2018 será el 50 aniversario del 2 de octubre.

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