La economía mexicana se enfría. Los datos adelantados del Inegi para el tercer trimestre de 2017 arrojan el primer decrecimiento desde 2013. Tomando en cuenta que la institución trabaja para la Secretaría de Hacienda, es probable que cuando aparezcan los resultados definitivos y revisados, la caída sea ligeramente mayor que la señalada ahora. ¿Por qué?

Las explicaciones del gobierno, y de Hacienda en particular, constituyen un intento de tomarle el pelo a la gente. Alegan que el descenso se debió sobre todo a los sismos del 7 y del 19 de septiembre. Conviene apuntar lo obvio: el sismo que surtió mayor impacto sicológico ocurrió en el día 81 de un trimestre de 92 días, en una zona circunscrita del país, y con efectos económicos que sólo pueden haberse sentido en los últimos días del mes. El temblor del 7 de septiembre generó daños enormes en Chiapas y Oaxaca, porque son los estados más pobres de la República. Por esa misma razón, el impacto económico nacional de lo que sucede en esas dos entidades es, lamentablemente, limitado.

Hay, desde luego, otras explicaciones coyunturales. La caída de las exportaciones a Estados Unidos, y del consumo privado en México, cuentan. La incertidumbre provocada por la elección de Trump, que generó un desaliento a la inversión privada, nacional y extranjera, desde noviembre del año pasado, pesa. El fin de sexenio, y la posibilidad real de que Andrés Manuel López Obrador sea el próximo Presidente, no es despreciable. Se trata, en todos estos casos, de factores coyunturales reales, y que juntos pueden desentrañar la lógica del nuevo letargo mexicano.

Pero hay explicaciones más estructurales, que muchos, desde la izquierda y la derecha, han explorado a lo largo de los años. Para unos, son la insuficiencia y tardía de las llamadas reformas estructurales. Para otros, son la misma sustancia de dichas reformas, y de haberles atribuido virtudes insospechadas. Los más sabios y perspicaces responsabilizan a la baja productividad –estancada– de por lo menos la mitad de la economía mexicana. Los más progresistas, y con algo de razón, culpan a la exigüidad del mercado interno y los bajos salarios. Pero quizás lo más interesante, como ejercicio comparativo y descriptivo, sean las cifras siguientes.

Aunque aparecen en el Anuario anual del Banco Mundial de World Development Indicators, no suelen publicarse en una tabla o descripción conjunta. Van entonces los números.

Entre 1996 y 2015, el ranking de crecimiento del PIB per cápita en América Latina fue el siguiente. Es útil aclarar que se trata de 20 años que no, repito, no incluyen la crisis de 1995 en México, pero sí toman en cuenta la mini recesión de 2001 en el mundo, la Gran recesión de 2009 en el mundo y en América Latina, el boom de commodities de 2003 a 2013, y parte de la caída de precios de 2013 en adelante. En el caso de México, incorporan las cifras de cuatro sexenios –dos del PRI, dos del PAN– y diversos efectos de políticas económicas parecidas, pero no siempre idénticas.

El país, cuyo PIB per cápita creció más durante esos casi 20 años fue Panamá: 122 por ciento. En segundo lugar quedó República Dominicana, con 105%. En seguida vienen Perú, con 87%; Costa Rica y Uruguay, con 65%; Chile, con 61%; Nicaragua, con 58%; Bolivia con 55%; Colombia, con 53%; Honduras, Ecuador y El Salvador, en 40%. Ya para los países más grandes, con economías más complejas y maduras, las cifras bajan. Argentina vio crecer su PIB per cápita en 31% durante ese lapso; Brasil, 30%. El penúltimo país de América Latina en esta materia fue Guatemala, con 28%. El último fue México: 26%.

En pocas palabras, si vemos el ciclo largo, que más o menos coincide con el período de las reformas estructurales en toda la región y en particular en México (el TLCAN entra en vigor en 1994), tuvimos el peor desempeño de toda América Latina. Cuales quieran que sean las explicaciones de la mediocridad del crecimiento de los sexenios de Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto, y por más que cada uno encuentre puntos comparativos que lo favorezcan frente a los demás, ante el resto de la región –la más comparable, aunque no la más importante– salimos muy mal. Esto es lo que hay que entender.

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