El día estaba marcado desde hace tiempo en su calendario. El 22 de abril de 2020 cumplía 62 años. No era un cumpleaños cualquiera: terminaba una etapa en su vida. “Había decidido que esa sería su última jornada de trabajo. Iba a jubilarse, para volver a casa a cuidar de su madre, en Michoacán, México. Llevaba años soñando con ese día”, explica su hija María, de 25 años. Pero José Andrade nunca pudo cumplir su sueño.

Estuvo empleado más de 20 años en la fábrica de procesamiento de carne de JBS en Marshaltown, Iowa (Estados Unidos), hombro con hombro con otros trabajadores, muchos latinos como él, separando la carne del hueso de los cerdos, para llenar las cámaras refrigeradas de los supermercados del país. Ocho o nueve horas al día, 40 o 50 a la semana, dependiendo de si trabajaba los sábados o no. “Era ese tipo de persona, como muchos padres inmigrantes, que tenía valores sólidos y que iba a trabajar cada día, aunque estuviera resfriado, aunque nevara, lo que fuera”, recuerda su hija María. “Nunca llamaba para excusarse, trabajaba incluso en sus cumpleaños”.

“Cuando mi padre empezó a mostrar síntomas, ya habíamos leído noticias sobre brotes de covid en plantas de carne de la misma compañía en otros Estados. Tuvieron tiempo para implementar más medidas de seguridad, pero no lo hicieron”, denuncia María. La noche del 17 de abril, cuando su hija le llamó al llegar de trabajo, a José Andrade le faltaba el aire. Apenas podía terminar las frases sin ahogarse. Su hija llamó al teléfono de emergencias. A las tres de la mañana, la presión arterial le había bajado drásticamente. Una ambulancia le llevó al hospital. Le pusieron un respirador. Después diálisis. Lo sedaron. En cuatro semanas, el coronavirus había terminado con su vida.

José Andrade y su hija María, en una imagen cedida por ella.
José Andrade y su hija María, en una imagen cedida por ella.

Más de 10.000 empleados de plantas de carne en Estados Unidos han contraído la covid en sus puestos de trabajo. Decenas, como José Andrade, han muerto. Durante más de dos meses de confinamiento, más o menos estricto en función de la incidencia de la pandemia y del criterio de los gobernadores de cada Estado, los estadounidenses han seguido comiendo carne. Han tenido verduras y frutas en sus mesas. Sus calles limpias, su basura recogida, sus ancianos atendidos. Todo gracias a una legión de trabajadores esenciales que no han podido confinarse en casa. Y los latinos, estigmatizados durante tres años de Administración de Donald Trump, son una parte fundamental de ese colectivo.

El coronavirus ha golpeado con especial dureza a la comunidad latina en Estados Unidos. Constituyen, por ejemplo, un 10% de la población de Washington DC y los Estados vecinos de Maryland y Virginia, pero han sufrido uno de cada tres casos de covid en la región. Las mismas tasas alarmantes de infecciones se han visto en Nueva York, Chicago o Los Ángeles. El 26% de los adultos latinos en el país, según una encuesta de Ipsos y la cadena ABC, dijeron conocer a alguien que había fallecido por el virus o de complicaciones relacionadas con él. Con empleos desproporcionadamente altos en las industrias de comercio minorista y servicios, apenas un 16% de los 60 millones de latinos del país, según un estudio, han podido trabajar desde sus casas.

Jonathan Magdaleno, mexicano de 29 años, sabía desde el principio que la covid-19 era algo serio. Es enfermero y trabaja en una unidad de cuidados intensivos especializada en enfermedades respiratorias. “Vimos desde el principio que los síntomas y el desarrollo de la enfermedad eran totalmente diferentes a todo lo que habíamos visto”, cuenta. Magdaleno está viviendo la pandemia como trabajador viendo el sufrimiento en primera línea, de siete de la tarde a siete de la mañana.

Llegó a EE UU sin papeles cuando tenía 12 años. Pudo estudiar enfermería gracias a la protección del programa DACA, aprobado por el presidente Barack Obama para evitar la deportación de indocumentados que llegaron siendo menores. Trump está intentando eliminar el programa, que dejaría sin protección a cientos de miles de jóvenes como Magdaleno, que está ahora en las trincheras del coronavirus salvando vidas. “Yo me metí a esto para marcar una diferencia en mi vida y esta es mi oportunidad de hacerlo”, dice. “Espero que el Gobierno se dé cuenta de que [los inmigrantes] estamos haciendo algo por el país”.

10.000 empleados de plantas de carne han contraído la covid en el trabajo

Ciudadanos, inmigrantes o indocumentados, el trabajador que se la está jugando en primera línea de la pandemia en Estados Unidos es latino. “Eso es especialmente así en la cadena de alimentos, desde la recogida hasta el empaquetado, el proceso y la tienda”, dice Kathy Finn, secretaria y tesorera del sindicato UFCW770 de Los Ángeles, que representa a trabajadores de supermercados. “Son personas pobres, mal pagadas, sobre todo de color e inmigrantes. Mientras muchos pueden trabajar desde casa, estas personas van a trabajar cada día para que todos podamos tener comida en la mesa, a la vez que están arriesgando su vida y la de sus familias”.

April Knauel-Ramírez, de 43 años, trabaja en un supermercado, pero hoy parece que lo hiciera en una planta nuclear. Cada día a las cinco de la mañana se echa de arriba abajo el desinfectante Lysol para ir al trabajo. Lo mismo de vuelta, cuando se quita toda la ropa antes de entrar en casa. La ropa del trabajo no entra en su vivienda, que comparte con su esposa. Ha dejado a su hijo de dos años con sus padres. “Estoy preocupada por ellos. Son supervivientes de cáncer”, cuenta por teléfono desde Grover Beach, California. Cobra 17,47 dólares la hora y le han subido dos más durante esta situación. “Desde luego, es una ironía. Tantos ataques a los latinos y a los inmigrantes antes de esto, y ahora resulta que somos indispensables. A mucha gente esta situación debería decirle algo”, sugiere.

Jonathan Magdaleno, en una imagen facilitada por él, ante el hospital donde trabaja en Los Ángeles.
Jonathan Magdaleno, en una imagen facilitada por él, ante el hospital donde trabaja en Los Ángeles.

En el Estado de Maryland, cerca de Washington DC, Morena Lemus toma el metro cada mañana para cuidar a una señora de 87 años. Diez horas al día, de lunes a viernes. “Cuando uno cuida a mayores, se convierten en parte de tu familia, y aún más en estos momentos tan difíciles”, dice. Pero Lemus también tiene su familia en casa. Vive con su hija y los hijos de esta. Todos sin escuela. Pero yo tengo que salir cada día de casa”, explica. Extrema las precauciones para no enfermar y contagiar a sus seres queridos. “Trato de no tocar nada con las manos, y en cuanto llego a casa lavo toda la ropa”, cuenta.

Huyó de El Salvador hace 19 años, cuando su familia fue “extorsionada por las pandillas”. Desde entonces ha cuidado de niños, ha limpiado casas, ha hecho voluntariado. “La verdad es que se nos trató como estiércol. Realmente no nos quieren, nos insultan. Pero en esta pandemia estamos haciendo el trabajo esencial, el trabajo que los demás no quieren hacer”.

Desde que empezó esta situación, en casa de Jorge Gómez solo entra su sueldo. Recoge basuras en Riverside, California. “Da miedo la situación. Uno trata de protegerse lo más que puede y dar el servicio. Pero nunca sabes qué habrá tocado la gente de las cosas que han tirado a la basura. No tocamos mucho los objetos, pero sí los contenedores”. Gómez, de 52 años y originario de Ciudad de México, vive con su esposa y dos hijos, que han perdido el trabajo. Diariamente se lava las manos y los brazos en el coche antes de volver a casa. Se quita la ropa y las botas fuera de casa antes de entrar y lo rocía todo con desinfectante. “Todos los días, pantalones y camiseta nuevos”, dice.

“Una vez más, los latinos son los que dan la cara por el país, arriesgándose a contagiarse y a morir por esta enfermedad”, dice Javier Bonales, vicepresidente del sindicato Teamsters Local 396 del sur de California. Representan a recogedores de basura, escombros y deshechos. “Esperamos que todo el público en general tome conciencia de lo esencial de este trabajo y del riesgo que corren los trabajadores de esta industria, que no se puede parar”.

Entre los trabajadores latinos en las trincheras del coronavirus hay una clase todavía más desprotegida. José Roberto Hernández, director de la organización Kiwa, que atiende a trabajadores de Koreatown, en el centro de Los Ángeles, los llama “la superclase”. Son los indocumentados. Una cifra que varía entre los 9 y los 11 millones de personas en el país y que trabajan, precisamente, en las industrias llamadas esenciales. “Son los que tienen que trabajar sin poder ponerse enfermos y sin derecho a nada, ni desempleo, ni pensión, ni atención médica, ni posibilidad de regresar a su país”, dice Hernández.

“Esta es la realidad de los que están alimentando a este país”, dice una ONG

Uno de esos millones es A. C., guatemalteco de 30 años, cocinero en un restaurante de Beverly Hills por 13,25 dólares la hora. Cuando empezó la pandemia el restaurante cerró y mandó a los trabajadores a casa sin nada. A. C., indocumentado, ha sobrevivido haciendo chapuzas de mecánica hasta que le han vuelto a llamar, para trabajar solo cuatro horas, dos tardes a la semana. El único ingreso en su casa es ese, y lo que gana su madre limpiando casas. Viven con dos hermanos más en un piso de una habitación. “Esta”, explica Hernández, “es la realidad de los que están alimentando a este país en la pandemia”.

Cuando José Andrade enfermó, su hija llamó a la empresa para informar de que no iría a trabajar porque había contraído la covid-19, y para asegurarse de que seguiría recibiendo su paga. Le dijeron que no se preocupara. “Pero llegó el viernes, su cheque fue depositado y no habían pagado por la semana de trabajo que faltó. Me dijeron que tenía que tramitar una solicitud de una discapacidad a corto plazo. Estaba muy decepcionada. Me sentí sola”, lamenta.

“Ahora ya no se oye que somos criminales, que somos violadores, están callados porque saben que los trabajadores de primera línea básicamente somos las minorías”, defiende. “A mí, ser latina y ser parte de esa clase trabajadora esencial, me enorgullece. Pero también quiero que la comunidad latina sea escuchada. Recuerdo que, al principio de toda esta crisis, la compañía donde trabajaba mi padre puso una foto en su página de Facebook llamando héroes a sus empleados. Recuerdo que comenté. ‘Eso no es verdad’, dije. ‘Eso es una patraña. Les llamáis héroes pero tienen una familia de la que preocuparse. Y nunca os han importado. Borraron mi comentario y me bloquearon”.

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