Una silenciosa revolución editorial ocurrió en México en los años sesenta: una joven empresa cultural, Ediciones Era, comenzó a publicar libros cuya bella presentación contrastaba con la austeridad visual del Fondo de Cultura Económica o Porrúa. No era una belleza externa u ornamental. Era una belleza imbricada con el libro, una mirada al título sin revelar el contenido, sugiriéndolo apenas. Doy un solo ejemplo. En 1961, cuando apareció El coronel no tiene quien le escriba, los lectores supimos que había aparecido un escritor extraordinario, pero una parte del hechizo estaba en la imagen, raramente sombría, de la portada. No es una foto, es el negativo de una foto. Sobre un fondo entre anaranjado y ocre con vivos amarillos, la cama desvencijada, el viejo sombrero colgado quizá en un clavo o una percha, unos cuadros en la pared: la ruinosa habitación del coronel. La portada era la ventana al libro. El autor de esa y de otras setecientas portadas, el caudillo de esa revolución gráfica, fue Vicente Rojo.

Aunque mi pequeña biblioteca de estudiante se llenó de las obras de Ediciones Era diseñadas por Vicente (novelas, relatos, ensayos y testimonios), tomé conciencia de aquel hechizo hasta la Navidad de 1971, cuando José Emilio Pacheco me regaló la preciosa edición del famoso ensayo de Walter Benjamin París, capital del siglo XIX. José Emilio prologó, tradujo y anotó el texto. Gracias a Benjamin, decía José Emilio, podíamos leer el Segundo Imperio. Pero la emoción de leer a Benjamin se ahondaba con la de mirar las imágenes de aquel París dispuestas sabiamente por Vicente Rojo para dialogar con el texto: el rostro de Baudelaire, una foto de Nadar, un diorama de Daguerre, una caricatura de Granville, los pasajes y bulevares del barón Haussmann, las barricadas de la Comuna de París. ¿Qué hubiera dado Benjamin por contar con un artista como Vicente para acompañarlo por París en sus paseos de flâneur y editar con él aquel libro sobre las arcadas que pospuso eternamente?

Conocí a Vicente Rojo a finales de 1977. Había diseñado La Cultura en México, el gran suplemento de Fernando Benítez. Varias otras publicaciones y editoriales como la Revista de la Universidad, Artes de México, Plural y Joaquín Mortiz tenían su sello. Vuelta fue su siguiente estación. «Les voy a proponer una idea que podemos extender, con variantes, por mucho tiempo», me dijo en su oficina, mostrándome los primeros bocetos que le presentaría a Paz. «Se trata de utilizar todos los objetos que tengan que ver con la vida del escritor, ya sea relacionados directamente con el oficio o que aludan a su vida». Octavio celebró el concepto que quedó establecido. A partir de entonces, nos vimos con frecuencia. Cada año Vicente escogía un motivo ligado al quehacer práctico de la literatura: tipografías, sellos, plumas, documentos (pasaportes, carnés de identidad, dibujos, hasta cartas astrales) de escritores como Kafka o Proust. No puedo disociar a Vuelta del diseño de Vicente. Desde los kioscos resaltaba su perfil inconfundible.

Desde hace quince años nos veíamos en las reuniones de El Colegio Nacional. Mi ritual era caminar hasta su asiento para abrazarlo sin que él se levantara y así, sin palabras, evocar los viejos tiempos. Siempre seguí con admiración su creación incesante y renovada. Pertenecía a la Generación de la Ruptura que se negó a continuar la ruta única de los muralistas pero -inmigrante al fin, y agradecido con el país que le había abierto los brazos a los diecisiete años, en 1949- convirtió la ruptura en una síntesis, una nueva forma de mirar a México. México bajo la lluvia nació de una epifanía en Cholula. Volcanes construidos reunió más de sesenta pinturas y esculturas inspiradas en la geometría telúrica de este país. Los grabados de Volcanes construidos incluyen textos de autores como Jaime Moreno Villarreal y Coral Bracho. Códices se vincula con los libros de las culturas originarias de México. País de volcanes, fuente de pirámides rojizas a la entrada de la cancillería mexicana, y Jardín urbano, del Museo Kaluz, son remansos de paz en nuestra caótica ciudad.

Quizá en el alma platónica de México -en sus lluvias pertinaces, en sus cielos, en sus volcanes apagados- se respira paz. Es la paz que trasmitía Vicente con su trato discreto, suave, sencillo y gentil. Octavio y Marie-Jo terminarán por descansar en paz cuando alguna vez se inaugure el memorial que hizo Vicente para colocarse en el Antiguo Colegio de San Ildefonso.

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