Conforme se agudiza la crisis migratoria con Estados Unidos, conviene volver unos meses atrás para entender por qué pasó lo que pasó. De allí podremos tal vez adelantar lo que va a suceder.

Se dijo aquí desde noviembre que existía una gran diferencia entre los centroamericanos de hoy y los de los años ochenta. Estos últimos huían de guerras civiles, mantenían vínculos más o menos estrechos –sobre todo los guatemaltecos– con las insurgencias en sus países, y deseaban asentarse lo más cerca posible de la frontera sur de México. Muchos, cientos de miles, terminarían partiendo para Estados Unidos, pero ese no era ni su destino preferido, ni el primero.

Los hondureños de las caravanas de ahora –o los cubanos, de una nueva caravana, o los guatemaltecos, en números crecientes– encierran sentimientos diametralmente opuestos a los de entonces. Su única aspiración consiste en llegar a Estados Unidos, donde creen que pueden entrar –con algo de razón–, donde tienen familia –gracias a los Temporary Protection Status de hace 15 años– y donde buscan asilo y empleo. Por lo tanto, cuando el nuevo gobierno mexicano ofreció extenderles visas humanitarias y de trabajo a los integrantes de las caravanas que ingresaran a México, o que entraran individualmente, estaba generando un enorme incentivo para los centroamericanos. No para permanecer en México, sino para salir de sus países, transitar legal y tranquilamente por México, y desembarcar en la frontera con Estados Unidos.

No existía ninguna posibilidad de que una proporción significativa de los centroamericanos optara por buscar trabajo en suelo mexicano y desistir de su empeño por entrar a Estados Unidos. De tal suerte que la entrega de visas, suspendida más o menos sigilosamente desde el 28 de enero, fue una invitación lanzada desde la Ciudad de México a toda Centroamérica –y buena parte del Caribe– para venir a nuestro país, atravesarlo, y entregarse a las autoridades norteamericanas solicitando asilo.

Los números, que ya habían aumentado seriamente desde que el gobierno de Peña Nieto permitió el paso de las caravanas de octubre y noviembre, se dispararon. No sólo por la decisión de López Obrador, y en particular, de Alejandro Encinas y Tonatiuh Guillén (la Secretaria de Gobernación no necesariamente visualizó el alcance de la medida). Trump, al denunciar urbi et orbi que las leyes de su país toleraban la entrada de casi cualquiera, contribuyó mucho a regar la polvareda en Centroamérica. La incapacidad logística de detención de las autoridades estadounidenses tampoco ayudó: resultó inevitable liberar a un gran número de solicitantes de asilo en familia por falta de espacio y debido a los fallos judiciales contra la separación de las familias.

Ya lo dijimos hace unos días: en febrero fueron 76 mil detenciones en la frontera de Estados Unidos con México; en marzo habrán sido cien mil, y cada día se incrementa el flujo, alcanzado cifras de hasta 6 mil en veinticuatro horas. Todo esto, junto con la caída de las deportaciones de México a Centroamérica, es lo que “enchiló” enormemente a Trump, Kushner, Pompeo y Nielsen en los últimos días. Y fue el objeto del compromiso de López Obrador con Kushner en su cena, refrendado por Sánchez Cordero en Miami, y por la Cancillería con el Departamento de Estado.

Las dos caravanas, en marcha desde hace unos días, serán detenidas en el Istmo de Tehuantepec por miles de policías federales esta semana, según filtraciones de Washington. Ya no se expedirán más visas humanitarias, y se acelerará la deportación de centroamericanos a sus países. Pero sobre todo, se sellará el Istmo, ya.

Como era previsible desde tiempo atrás, la batalla dentro del gobierno mexicano la ganaron los partidarios de cumplirle a Trump. Ebrard y varios en las oficinas en Palacio tenían todas las de ganar; Gobernación y la Embajada en Washington, todas las de perder. Por varias razones, pero sobre todo por una. López Obrador quiere ayudar a Trump, como lo hizo Peña Nieto con Obama en 2014, y espera algo a cambio, algún día.

En el fondo, el dilema no tiene solución a corto y mediano plazo, y AMLO asumió un compromiso cuyo costo no necesariamente pudo evaluar a cabalidad. Si no quiere reprimir, pero tampoco quiere permitir que los centroamericanos y cubanos crucen el Istmo, pues va a tener que inventar algo. Sus huestes en las Cámaras y los medios le prestarán toda la ayuda posible, pero no sé si les alcance.

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