«Hay hombres que luchan un día y son buenos
Hay otros que luchan un año y son mejores
Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos
Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles»
Bertolt Brecht
Se llama Patricia. Como muchas personas siguió su vocación y estudió enfermería. Un día ella entró a trabajar a un hospital y su tiempo lo dividió entre atender a su familia y laborar como enfermera.
Como suele pasar en la vida, en la que nunca nos imaginamos a lo que nos vamos a enfrentar, así ocurrió con Patricia. Ella había escuchado lo que sucedía en otros países, pero nunca pensó que le tocaría transitar por ese difícil y doloroso camino.
En el hospital donde ella trabaja, todo inició con la llegada de un paciente que tenía problemas para respirar, luego de otro, después de uno más. Hubo un momento en que el número de casos los rebasó. Tanto los medicamentos para los pacientes, como los equipos de protección para el personal de salud, empezaron a escasear. Ellos hacían su mejor esfuerzo, pero la enfermedad avanzaba más rápido. Se protegían con lo que podían, incluso gracias a una organización recibieron batas elaborados con vinil para cuidarse. Los equipos de protección no llegaban a tiempo y los enfermos aumentaban cada día.
Patricia empezó a sentirse mal. No quería ni pensarlo, pero los síntomas ya los había visto con otros pacientes y le indicaban que se había contagiado. Su salud decayó y le dieron tratamiento en su casa con medicamentos y un tanque de oxígeno. Cuando sus
vecinos se enteraron de que ella estaba enferma, agredieron a su familia por temor a contagiarse. El miedo nunca ha sido buen consejero y ellos decidieron restar en lugar de sumar.
Los días pasaron y ella no mejoraba, por lo que tuvieron que internarla en el hospital, donde -irónicamente- días antes había salvado vidas. Inició la difícil carrera: la de ella, por recuperarse; la de su familia, por apostarle a la fe y a la esperanza para aminorar la incertidumbre y la larga espera.
Cuando la trasladaron a la Unidad de Cuidados Intensivos, empezó la desesperación de su familia por conseguir el medicamento para salvarle la vida. Preguntaron en un lugar, luego en otros: cada dosis cuesta 45 mil pesos y Patricia necesita cinco dosis para su tratamiento. Después consiguieron que otro proveedor les ofreciera la medicina en 25 mil pesos y finalmente obtuvieron un precio de 13 mil 700 pesos por dosis. Ni con un mes de su sueldo, Patricia puede comprarse una dosis y ella está resistiendo, mientras su familia y amigos reúnen el dinero para comprar el medicamento, que se tiene que pedir a más tardar el día de mañana.
Mientras hay vida, hay esperanza y Patricia sigue dando la batalla por su vida. Ella solo cumplía con su trabajo cuando se contagió; en tanto, hay cientos o miles de personas que siguen saliendo a las calles sin ninguna necesidad ni consideración, o agrediendo al personal de salud o a sus familias por temor a contagiarse.
Cada día, hay muchas Patricias y Patricios – con nombres, apellidos, con familias, con ilusiones- que tanto en México como en otros países están dando su mejor esfuerzo, aún en las peores circunstancias, con la única esperanza de salvar vidas.
A todos ellos mi reconocimiento y mi respeto.

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