Del baúl de los recuerdos, recupero un artículo que escribí hace doce años en agosto de 2007. Lo increíble es que, desde entonces, nada ha cambiado en el delirante amor que tienen los estadunidenses por las armas y que, de manera recurrente, produce masacres donde un desequilibrado, con rifles de alto calibre, que adquiere sin problema alguno, asesina a muchos inocentes. A continuación, reproduzco parte de la crónica de la visita que hice en San Antonio, Texas, a una feria de armas.

El anuncio espectacular la anunciaba para el sábado y domingo en el Templo Santuario Alzafar. El nombre del lugar no es inventado; se trata del edifico de una logia que tiene como misión ayudar a la comunidad. Una especie de club rotario donde sus miembros utilizan unos sombreros muy peculiares. A lo largo del año realizan todo tipo de actividades: bingos, bailes, galas, campamentos para niños y, de vez en cuando, ferias donde la gente compra y vende armas.

La entrada costaba cinco dólares y daba el derecho a participar en una lotería. El primer lugar ganaba un rifle AR15, el segundo una pistola Black Tagle II y el tercero un revolver calibre 22. Junto a la entrada estaba una mesa para unirse a la Asociación Nacional del Rifle, la poderosísima organización no gubernamental que cabildea para proteger el derecho de poseer armas en los Estados Unidos.

En el lugar había alrededor de un centenar de exhibidores. Sin problema alguno, la gente compraba o vendía armas viejas y nuevas. Había revólveres históricos de colección como una Colt de 1871 que valía 12,850 dólares. Me encontré una pequeñísima pistola con cacha de concha de nácar que parecía el arma de una pícara mujer de película del Viejo Oeste; costaba 1,150 dólares. En el rubro de pistolas de malos había una enorme Mágnum como las que usaba Boogie el aceitoso a 699 dólares. Para un desconocido como yo en el mercado de armas fue realmente impresionante observar la gran variedad de pistolas de marcas como Glock, Springfield, Beretta,Taurus, Browning, SIG Sauer, HK y, por supuesto, Smith & Wesson.

Los rifles no podían faltar: desde una nueva marca Stoger 206 A por sólo 99 dólares hasta un impresionante AR-10T .308, como de francotirador, con mirilla telescópica y apuntador láser cuyo precio era 3,600 dólares. En este particular rubro me llamó la atención la gran variedad de rifles rusos que había a la venta.

Aparte de las armas de fuego, se vendía todo lo relacionado con ellas: balas, cargadores, cachas, aceites, piezas, pistoleras, cinturones, fundas, etcétera. Y también había una gran variedad de armas blancas: navajas, cuchillos y hasta espadas. Muchos vendían todo tipo de parafernalia policiaca y militar: esposas, parches de distintos departamentos de policías o unidades castrenses, placas de sheriff, vestimenta militar (incluso de talla infantil), cascos y medallas militares, así como una gran colección de libros (uno de ellos consignaba todo lo relacionado con las famosas pistolas germanas de la marca Luger).

La gente que asistía a la Feria de Armas no era diferente a la que uno ve en Disneylandia. Eran los típicos estadunidenses: blancos, afroamericanos e hispanos. Lo sorprendente fue observar a los niños. Sí, efectivamente, para mi sorpresa, los dejan entrar a la exhibición. Ahí estaban, por todos lados, viendo las armas e incluso agarrándolas con la complacencia de sus padres. Increíble: como si estuvieran en una feria de flores y frutas.

La exposición terminaba con un stand que vendía pistolas para aturdir (stun guns). Total ignorante en la materia, yo creía que sólo existían en el programa de televisión 24. Pero no, resulta que son reales y cuestan unos 60 dólares. El dueño me explicó que dan una descarga de un millón de voltios que dejan aturdidos a cualquier individuo, con los músculos contraídos, por un espacio de diez minutos. Me dijo que no son letales porque sólo trasmiten voltios y no amperes. El señor de junto que escuchaba nuestra conversación se volteó con su mujer y le dijo: “para qué comprar estos juguetes si uno puede adquirir un arma real”.

Ya afuera de la exhibición había un último puesto que vendía cajas fuertes para guardar todo tipo de armas. Verdaderos arsenales que puede tener cualquier individuo amparado en su derecho constitucional. Pensé entonces en las masacres que ya son parte de la normalidad estadunidense como las de Ruby Ridge, Waco, Columbine, Washington DC o la última en el Tecnológico de Virginia. Me imaginé perfectamente a sus protagonistas, de niños, visitando con sus padres un domingo cualquiera la Feria de Armas en un lugar de nombre novelesco como el Templo Santuario Alzafar de San Antonio, Texas.

 

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