Hace apenas ochenta años, acudir a una casilla para emitir un voto de oposición podía costarle a uno la vida. El día de las elecciones, el general Gonzalo N. Santos, al mando de un escuadrón dotado de metralletas, tomó una casilla «a pistolazo limpio», robó las urnas «repletas de votos almazanistas» y conminó a los escrutadores a llenar «el cajoncito» de votos para el PRM, sin discriminar a los muertos, pues «todos son ciudadanos y tienen derecho a votar». En esos choques hubo al menos 30 muertos y 150 heridos.

En las elecciones de 1946 comenzaron a ensayarse otros métodos. Se negó la entrega de credenciales a electores independientes y se les suplantó por electores simulados con «credenciales provisionales». Desde lugares remotos llegaron a la Ciudad de México camiones de línea con campesinos. Portaban boletas previamente señaladas a favor del PRI. Votaron en casillas que no les correspondían o que ya se encontraban cerradas. Un niño de ocho años ayudó a rellenar votos a su tío, secretario del ayuntamiento de Aculco, Estado de México. En algún momento, el tío le sugirió: «en esa no votes por Alemán, para que no se note mucho».

En 1952 volvió la violencia. Acarreados por «porras volantes», albañiles empleados en la construcción de la Ciudad Universitaria y trabajadores de transporte y limpia del Departamento del Distrito Federal votaron sin credencial ni padrón. En San Luis Potosí se obligó a votar a los niños de las escuelas primarias, y en la capital de ese estado las fuerzas armadas votaron varias veces. Al día siguiente a las elecciones, frente a la Alameda, el gobierno lanzó a la policía montada contra los partidarios del candidato Miguel Henríquez Guzmán, que reclamaban el fraude. Nunca se supo el número de muertos.

A partir de entonces, el PRI desarrolló una original y maquiavélica tecnología de control electoral. Quedaba atrás la época del fraude criminal, empezaba la etapa del fraude industrial. La alquimia electoral, como se le conoció en algún momento, tenía varias fórmulas. Se segregaba del padrón a los opositores. Algunos votantes se registraban tres o cuatro veces, otros traían consigo cincuenta o cien boletas de elector y pagaban gente para que entrara a votar. Se colocaban votos por el candidato oficial en urnas separadas que después se integraban al conteo final. Se instalaban casillas clandestinas. Se anulaban otras, en las que la votación opositora era copiosa. Mientras ocurría el conteo, los medios de información recibían la consigna de adelantar el triunfo del candidato oficial.

Las prácticas electorales fraudulentas parecían ya parte del folclor y recibían graciosos nombres populares: operación carrusel (electores fraudulentos pasan por varias casillas con distintas credenciales), catafixia (se le entrega al elector una boleta marcada antes de entrar a la casilla y se le pide la boleta en blanco que recibió ahí), tamal (compra de votos en especie o en efectivo), ratón loco (se impide votar al elector borrando su nombre del padrón o dirigiéndolo a otra casilla), uña negra (cuando un funcionario de casilla anula un voto, rayándolo a escondidas).

En 1986 fui testigo del fraude en Chihuahua. Manuel Bartlett, secretario de Gobernación, lo negaba, pero en algún momento lo escuché decir que el régimen no podía ceder el poder a la Iglesia, los empresarios y Estados Unidos. En 1988, el propio Bartlett decretó la caída del sistema. El país no podía posponer el arribo de la democracia. Su postergación costó muchas vidas.

Ese es el México que dejamos atrás en 1997, cuando por primera vez un Instituto Federal Electoral independiente tomó en sus manos las elecciones. Desde entonces se han llevado a cabo ocho elecciones federales: cuatro presidenciales, cuatro intermedias. Decenas de millones de ciudadanos han votado en cada una de ellas y millones han participado como organizadores y observadores. Fuera de las inadmisibles prácticas de inducción del voto a través de sobornos y la ominosa reaparición de la violencia contra candidatos de oposición, casi todas las tácticas del PRI han quedado en el olvido. En términos de participación electoral, equidad de género, diversidad y competitividad de opciones, alternancia en los puestos y honestidad electoral, la democracia mexicana vive y funciona.

El Instituto Nacional Electoral es nuestra mayor conquista democrática. Defendámoslo, porque sin él volveremos a épocas en que las balas, y no los votos, decidían el destino de México.

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