Cuando Plutarco Elías Calles era el «Jefe Máximo de la Revolución», hubo un ministro de la Suprema Corte de Justicia que lo enfrentó con la ley en la mano. Se llamaba Alberto Vásquez del Mercado (1893-1980). Era uno de los «Siete Sabios de México», élite de la «Generación de 1915» formada por los grandes maestros del Ateneo de la Juventud.

El joven abogado admiraba la devoción por la ley que había caracterizado a los liberales de la Reforma como Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano, ministros que mantuvieron su independencia del presidente Juárez y aun lo criticaron con dureza.

A principios de 1929, Calles consideró fácil «nombrar» a un licenciado amigo suyo como juez en el distrito de La Laguna. A los pocos días, por iniciativa de Vásquez del Mercado, la Corte instó al presidente Portes Gil a reponer al juez original. Portes Gil persuadió a su jefe Calles, corrigió el error y ofreció personalmente disculpas a la Corte.

A principio de 1931, Luis Cabrera, ideólogo del carrancismo, impartió en la Biblioteca Nacional unas polémicas conferencias tituladas «El balance de la Revolución». Calles enfureció y, violando un amparo, ordenó la deportación de Cabrera a Guatemala. En su intervención en la Corte, Vásquez del Mercado responsabilizó de los hechos al presidente Ortiz Rubio. El 13 de mayo, en un acto sin precedentes, don Alberto presentó su dimisión:

Señor Presidente: La reciente aprehensión y expulsión del país del licenciado don Luis Cabrera, llevada a cabo por autoridades dependientes del poder ejecutivo, desobedeciendo, al ejecutar el último acto, expresa orden de las autoridades judiciales federales, me ha traído el pleno convencimiento, por la frecuencia de hechos semejantes o idénticos, de la imposibilidad de lograr que la administración actual deje de cometer violaciones a los derechos y garantías que asegura a las personas la Constitución de la República.

Esos actos rompen el equilibrio de los poderes que la misma Carta establece y nulifican y hacen desaparecer de hecho el poder judicial en su más importante y trascendental función, como es la de amparar y proteger a los individuos contra los abusos del poder.

Los hechos anotados constituyen violación a las instituciones del país por cuya respetabilidad estoy obligado a velar, como lo he hecho invariable y reiteradamente al sostener en el seno de la Suprema Corte de Justicia que se adopten las medidas conducentes y que nuestro derecho reconoce y establece.

Desgraciadamente los esfuerzos individuales desplegados han sido estériles para obtener el fin propuesto, y como juzgo que el puesto de ministro de la Suprema Corte de Justicia no puede desempeñarse íntegramente cuando no se logra que las resoluciones de los tribunales federales sean acatadas y obedecidas, vengo a renunciar el cargo que desempeño y a suplicar atentamente me sea aceptada la renuncia que formulo, y una vez admitida, se dé cuenta con ella para su aprobación al Senado, o, en su defecto, a la Comisión Permanente.

La renuncia fue aceptada. Los mismos ministros que lo habían hostilizado dentro de la Corte el día de su ponencia, le estrechaban la mano y lo felicitaban en el restaurante Prendes. Luis Cabrera le envió desde su exilio una carta de agradecimiento y felicitación por negarse a sufrir «los diarios e incontables actos de condescendencia humillante».

La renuncia de Vásquez del Mercado a una Corte que no se respetaba a sí misma fue el comienzo del fin. A los pocos años, Cárdenas disolvió la Corte y nombró una nueva, no solo obsecuente sino sexenal. Era la subordinación total del poder judicial al ejecutivo, que por aquel entonces ya había removido bloques incómodos de la Cámara, reinstaurando la «monarquía con ropajes republicanos», como Justo Sierra (que también luchó por la independencia del poder judicial en 1892) había llamado al régimen porfiriano. Ávila Camacho corrigió un tanto la situación, devolviendo a los magistrados su inamovilidad, pero para todos los efectos prácticos, hasta la década final del siglo XX, la Suprema Corte de Justicia fue una pieza más en el sistema político.

Por cerca de veinticinco años hemos tenido una Suprema Corte de la Nación autónoma. Hoy, como en tiempos de Calles, esa autonomía está en vilo. Ojalá prevalezca el ejemplo de Alberto Vásquez del Mercado. Ahora no se trata de una renuncia. Se trata de cumplir al pie de la letra la Constitución: un presidente de la Corte dura en su puesto cuatro años, ni un día más.

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