Así que: dos brindis por
la Democracia: el primero,
porque admite la variedad,
el segundo, porque permite la crítica.
Dos brindis, es suficiente. No hay
necesidad de tres: solo el Amor,
esa Amada República, merece eso.

E. M. Forster

Es verdad. La democracia admite la variedad humana y canaliza su expresión en el voto soberano de la persona. Y es verdad: la democracia permite la crítica porque sabe que sin ella impera la verdad única, que es la característica esencial de la opresión. Y solo el amor merece tres brindis. Pero la democracia los merece también.

La democracia invita a la tolerancia. No en la acepción de «soportar» la existencia autónoma y las opiniones del otro sino de crear junto con él una atmósfera en la que prevalezca el respeto esencial que todos nos debemos. Cuando se da esa voluntad de convivencia, se puede dialogar y debatir. Se puede escuchar y ser escuchado. Esa civilidad no tiene por qué derivar en una coincidencia de opiniones, pero si hay buena fe se siembra al menos la duda, que es semilla de la curiosidad, del conocimiento y la verdad. La civilidad, en todo caso, es un valor en sí mismo. No es el amor, pero es una conquista ganada al ruido, la violencia y el odio.

La democracia -todos lo sabemos- es el gobierno de las mayorías. Sin embargo, olvidamos el segundo e imprescindible complemento: con respeto a las minorías. El 51% de un electorado -y aun el 99%- tiene derecho a llevar adelante su programa de gobierno o su plataforma, pero siempre dentro del marco de las leyes e instituciones de la república y en un clima de libertad en el que la voz de la minoría pueda expresarse sin temor a la represalia, ya no digamos a la pérdida de la vida. Ningún gobierno, con mayor razón el democráticamente electo, tiene derecho a pasar por encima de las libertades y los derechos humanos. Si lo hace, no es democrático.

Ni la más plena democracia puede o debe prometer el cielo en la tierra. Tampoco asegurar que un gobierno electo alcance la justicia, la paz, la seguridad, la prosperidad, la igualdad. La democracia no significa que el voto mayoritario lleva al poder a los mejores (de hecho, a menudo ocurre lo contrario). ¿Qué es, entonces, lo que sí garantiza o debe garantizar la democracia? ¿Por qué -si tiene tantas limitaciones- la defendió Winston Churchill con aquella famosa frase: «La democracia es la peor forma de gobierno, a excepción de todas las otras que se han ensayado»?

La respuesta la dio Karl Popper, el mayor teórico de la sociedad abierta en el siglo XX. En «Un repaso de mi teoría de la democracia» (Vuelta 143, octubre de 1988) terminó por definir a la democracia no por el bien que potencialmente logra sino por el daño que impide. El acto decisivo de la democracia es la capacidad de castigar con el voto al mal gobernante separándolo del poder en el tiempo que marquen las leyes. La práctica periódica y legal del voto amortigua el daño infligido, con la esperanza y exigencia de que el nuevo gobernante se desempeñe razonablemente bien porque, de no hacerlo, será a su vez castigado. Puede no haber límite a esta progresión pero, con sus variantes, este procedimiento es lo mejor que ha inventado la humanidad para gobernarse. Así debe entenderse la frase de Churchill. Así la entendió él también: fue llevado al poder en 1940, separado en 1945, y vuelto a elegir de 1951 a 1955.

Aplicado a México, todo este razonamiento conduce al desasosiego. El régimen no admite la variedad, no permite la crítica, no valora la tolerancia, no ejerce la civilidad, no respeta a las minorías, atropella las libertades y pasa por encima de los derechos humanos. Así hemos llegado al punto de asumir la definición mínima (o última) de la democracia que proponía Popper: castigar el mal desempeño del gobierno.

Espero que el voto se incline hacia allá. Sería lo justo frente a los resultados de este gobierno y el agravamiento de los problemas nacionales. Pero hay algo más en juego: la supervivencia -o al menos la autonomía- de la institución electoral que asegura el sufragio efectivo y que ha sido abiertamente amenazada. De ocurrir lo contrario y el voto mayoritario para la Cámara de Diputados avalara el desempeño del actual régimen, habrá hablado la democracia y su palabra es sagrada. Pero en la segunda mitad del sexenio ella misma podría morir por asfixia, como la venezolana.

Y sin embargo, siempre habrá mexicanos dispuestos a luchar por la democracia, que algo tiene de Ave Fénix. Brindemos por ella.

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