Sigo pensando que la razón principal por la cual Andrés Manuel López Obrador cometió el error garrafal de no felicitar a Joe Biden (y no de no reconocerlo; la Doctrina Estrada solo es pertinente en las pequeñas cabezas de los ignorantes) yace en que Trump le sabe algo. Pero a falta de pruebas —por ahora—  prefiero reflexionar sobre las condiciones políticas e ideológicas bajo las cuales se produce esta magna metida de pata.

López Obrador llegó a un entendimiento, más o menos tácito, con Trump desde que reventara la crisis de las caravanas centroamericanas. En pocas palabras, si AMLO ponía el muro de Trump (y obvio: lo pagaba), el presidente norteamericano se abstendría no de intervenir, si no de interesarse por lo que sucediera en México. Faltaba finiquitar el T-Mec, pero tanto para López Obrador como para Trump el contenido resultaba indiferente; querían el hecho de un nuevo acuerdo. Fuera de eso, que AMLO hiciera lo que quisiera en México.

Ilustración: Víctor Solís

Se parece un poco este pacto al del PRI desde Plutarco Elías Calles. Mientras México no se aliara con algún adversario de Estados Unidos, y no afectara a propiedades norteamericanas, el partido de Estado podía gobernar con el autoritarismo, toda la corrupción y toda la ineficiencia que quisiera.

El pacto le convenía enormemente a López Obrador, y lo aprovechó al máximo. Por eso le apostó a Trump desde principios de año; por eso se fue desanimando conforme las encuestas daban ganador a Biden; por eso se entusiasmó con los primeros resultados del martes 3 de noviembre; por eso se volvió a disgustar con la declaratoria de las cadenas de televisión (la misma que hacen desde 1952 con Eisenhower). Y por eso le sigue apostando a un milagro.

Lo hace porque sabe que la derrota de Trump es su derrota, no sólo porque se viene abajo el pacto implícito o formal. Tampoco únicamente porque respaldó a Trump. Sobre todo porque el desenlace de Estados Unidos muestra que las barbaridades que uno dice y hace en el poder sí cuentan; que las elecciones sí sirven; que todo es reversible en política; y cuando pierde un amigo, pierde uno.

Todas las afinidades descritas por múltiples analistas, y subrayadas por el propio López Obrador en su carta a Trump del verano de 2018, son reales. Son antisistema; buscan y desean una comunicación directa con “el pueblo”; detestan y denuestan a los medios; les irrita pero no les interesa lo que sucede en el mundo; desprecian a sus adversarios. AMLO no puede no saber que lo sucedido en Estados Unidos puede ocurrir en México.

Más allá de cualquier cálculo racional —que insisto: creo que existe en torno a lo que Trump puede divulgar de sus acuerdos con o de la historia de López Obrador— la sensación de derrota permea a toda la personalidad política del presidente mexicano. El electorado estadunidense demostró que vencer a los demagogos, con todo el poder de Estado a su servicio, es factible.

Biden podrá o no tener éxito en su proyecto. Enfrenta, desde ahora, una disyuntiva que me explicó un amigo mexicano que trabaja en The New York Times. Va a tener que decidir si pone su atención en la miseria rural, blanca y trumpista, o en la pobreza urbana, más negra e hispana. Es probable que se vaya a ir por lo primero, por urgencia política. Pero la coalición Democrata exige lo segundo. Esto subraya lo difícil que es construir una sociedad de bienestar con políticas dirigidas en lugar de programas universales. Huelga decir que este tipo de disquisiciones son ajenas a López Obrador.

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