El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, no estará en la boleta electoral cuando los votantes vayan a las urnas, el 6 de junio próximo, en la elección más grande en la historia de este país. Pero bien podría estarlo.

Los comicios, que determinarán el control de 15 gobiernos estatales y la cámara baja del Congreso, son ampliamente vistos como un referéndum sobre López Obrador y su polarizada presidencia.

Un populista tajante, que se presenta a sí mismo como defensor de los pobres pero cuyos críticos lo etiquetan como un demagogo hambriento de poder, López Obrador tiene un índice de aprobación envidiable, del 63%, a pesar del estado de la economía mexicana, devastada por el coronavirus, y de la violencia implacable.

Se espera que Morena, el partido político que el mandatario fundó hace apenas siete años, tenga un buen desempeño en las urnas, obteniendo la mayoría de las gobernaciones y la mayor proporción de escaños en la legislatura.

Pero la pregunta crucial para AMLO, como se le conoce a López Obrador, es si Morena y su coalición de aliados podrán mantener una supermayoría en el Congreso. El presidente la necesitará, junto con la mayoría de las legislaturas estatales, a fin de aprobar reformas constitucionales clave para su autodenominada “Cuarta transformación”, un ambicioso proyecto político que busca revertir las políticas económicas de libre mercado de sus predecesores, además de la desigualdad y la corrupción que, según él, fomentaron.

“Lo que está en juego es nada menos que el futuro de México”, enfatizó Pamela Starr, profesora de relaciones internacionales en la USC, durante un panel reciente sobre las elecciones de mitad de mandato. “Los votantes realmente elegirán entre dos visiones de futuro en competencia: la ‘Cuarta transformación’ de López Obrador o, hasta cierto punto, una vuelta a las políticas que la precedieron”.

La campaña alcanzó un punto álgido en las últimas semanas, mientras que la oposición pintó a López Obrador como un autócrata obstinado que manejó mal la pandemia y ahuyentó a los inversores internacionales.

Pero el mandatario se defiende descartando la postura de sus enemigos -a quienes llama las élites “neoliberales”-, en contravención de las leyes electorales mexicanas que prohíben que los presidentes en ejercicio influyan en la votación. El Instituto Nacional Electoral, un organismo gubernamental, sancionó al líder, alegando que interfirió ilegalmente en el proceso de votación a lo largo de 29 conferencias de prensa desde que comenzó la temporada electoral, el mes pasado.

El último estallido de López Obrador se produjo el viernes pasado, cuando arremetió contra un editorial de la revista The Economist que lo describió como un “falso mesías” e instó a los electores a votar en contra de su partido. “Es propaganda”, comentó. “Le piden a los mexicanos que no voten por lo que representamos”.

López Obrador se agrupa a menudo con otros líderes populistas que han tomado el poder a nivel mundial en los últimos años, incluido Jair Bolsonaro, en Brasil, y el ex presidente Trump.

Pero si bien se le describe con frecuencia como un izquierdista, la política de AMLO desafía la categorización fácil. Desde que asumió el cargo, hace dos años y medio, ha ampliado enormemente los programas de bienestar social, pero también abrazó la austeridad del gobierno con un fervor que evoca a la británica Margaret Thatcher.

El mandatario detuvo la proliferación de las nuevas granjas eólicas y solares en favor de una política energética nacionalista y centrada en el estado, que depende en gran medida de los combustibles fósiles.

Aún más preocupante para sus adversarios, apuntó contra agencias autónomas destinadas a controlar el poder presidencial y ataca a otras instituciones, incluidos los medios de comunicación, que osan contrarrestar el discurso sobre los logros de su gobierno. También se ha acercado a los militares, poniéndolos a cargo de una serie de tareas que antes estaban reservadas para los civiles.

En tanto, los críticos de AMLO pugnan por encontrar una base política.

López Obrador ganó la presidencia de manera aplastante en su tercer intento, en 2018, alimentado por la ira generalizada contra los líderes anteriores, que no lograron sofocar la corrupción flagrante, el aumento de la violencia y una arraigada desigualdad económica.

En este ciclo electoral, los tres partidos políticos tradicionales del país dejaron de lado sus antiguas rivalidades y conflictos ideológicos para formar una coalición que se oponga a Morena. Sin embargo, las encuestas muestran que este grupo ganaría solo cerca de una cuarta parte de los escaños en la Cámara Baja.

Buena parte de eso se debe a la asombrosa habilidad de López Obrador para moldear la opinión popular. Todas las mañanas le habla a la nación durante dos o tres horas, en una transmisión en vivo desde el Palacio Nacional. Un historiador aficionado, habla extensamente sobre cómo las reformas de libre mercado en México, que comenzaron en la década de 1980, beneficiaron a los ricos e hicieron a un lado a los pobres.

Sin embargo, sus políticas no lograron hacer mella en la pobreza, que el año pasado pasó del 36% de la población al 45%, según la agencia nacional de desarrollo social Coneval, un aumento impulsado por la pandemia. La violencia también avanza sin cesar; cerca de 80 candidatos y políticos fueron asesinados en este ciclo electoral, un testimonio de los estrechos vínculos entre muchos gobiernos locales y el crimen organizado.

Aunque las encuestas muestran que los mexicanos están preocupados por la economía, la pandemia y el delito, AMLO recibe altas calificaciones por su “cercanía con la gente”, reflexionó el encuestador Javier Márquez. “Algunos todavía piensan que este presidente los comprende, a ellos y sus necesidades, más que nadie”. Sin embargo, no está claro si eso se traducirá en apoyo a Morena.

Si bien López Obrador ha elaborado cuidadosamente su propia imagen, es menos disciplinado cuando se trata de convertir a Morena en un partido político fuerte, que represente algo más que el apoyo a AMLO. Ha habido luchas internas entre facciones ideológicamente opuestas y quejas de que los candidatos del partido son elegidos por decreto y, a menudo, carecen de apoyo popular.

Varios miembros de alto perfil fueron acusados de corrupción, y este año se abrió una gran brecha cuando el candidato a gobernador del partido en el estado de Guerrero fue acusado de violación y agresión sexual por parte de varias mujeres, incluida una integrante de Morena.

Carlos Bravo Regidor, profesor del CIDE, un centro público de investigación en la Ciudad de México, considera que la falta de interés de López Obrador en construir el partido no debería ser una sorpresa.

“Precisamente porque es un líder carismático que quiere tener un vínculo directo con la gente, es alérgico a las instituciones que mediarían esa relación”, remarcó.

Hay otros factores en juego en las elecciones, entre ellos si la pandemia, que mató a casi medio millón de personas aquí, según estimaciones oficiales, podría hacer que los votantes se queden en casa.

Quizá presintiendo una decepción electoral, López Obrador atacó públicamente en los últimos meses a las dos instituciones que supervisan los comicios, declarando que “fueron creados para impedir la democracia”. Algunos analistas se preguntan si está preparando a sus seguidores para que no acepten los resultados en caso de que Morena no triunfe a lo grande.

Después de sus dos derrotas presidenciales, en 2006 y 2016, López Obrador se negó a admitir el fracaso y encabezó importantes protestas en las calles. Todavía abraza la identidad que se forjó entonces, de un perdedor que lucha contra un sistema corrupto.

“Existe una posibilidad real de que declaren fraude”, dijo Mariano Sánchez-Talanquer, profesor de estudios internacionales del Colegio de México. “Él lo ha hecho antes”.

Cecilia Sánchez, en el buró de The Times en Ciudad de México, contribuyó con este artículo.

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