Una potencia nuclear invade a una nación pequeña y soberana. El mundo es testigo de esa guerra injusta, minuto a minuto, imagen tras imagen: bombardeos implacables contra la población civil, testimonios desgarradores, éxodos masivos, escenas de indescriptible dolor. Eso solo debería concitar el repudio unánime al agresor y el apoyo irrestricto al agredido. Pero no es así. Una corriente de la izquierda latinoamericana y mexicana ha adoptado la «narrativa» del agresor. ¿Qué ha pasado con su conciencia moral?

Para calibrar su degradación presente importa entender su actitud pasada, y compararlas. Hay un testimonio útil para hacerlo. Me refiero al libro Un viaje al mundo del porvenir, publicado por Vicente Lombardo Toledano tras su estancia en la URSS en 1935. Basado en fuentes soviéticas, Lombardo postulaba la superioridad del sistema comunista sobre Occidente. De esa premisa -muy propia de aquel tiempo cuando la Revolución rusa conservaba su aura redentora- se desprendía el contenido: propaganda asumida sinceramente, pero propaganda pura y dura.

En la visión lombardiana, la colectivización forzosa había sido difícil debido a la mentalidad conservadora de los campesinos: «Llegaron hasta a quemar sus pastos y sus cosechas, a destruir sus arados rudimentarios, a matar su ganado, azuzados por mil ideas y mil procedimientos arteros y habilidosos de los kulaks (propietarios individuales como ellos, pero de mayor dimensión) […] que se aprovechaban de su ignorancia»…Para colmo, estaba el problema de las «viejas y atrasadísimas nacionalidades», un apego a la lengua, a la tradición, a las costumbres, particularmente hondo en Ucrania. A esas «naciones antiguamente oprimidas por el zarismo» no se les podía dar «la simple libertad para que vivieran la vida que quisieran […] sin haberles dado una cultura política, sin haber levantado su espíritu armónico y su nivel». ¿Qué hacer para emanciparlas de sí mismas?

Por fortuna, Stalin había ideado la solución: un cambio súbito y estructural que Lombardo resume en una línea: «liquidación del problema de los kulaks» y «éxito material». Y ahora sí, «en las poblaciones (ucranianas) como Kharkov, se aplaude y se vive con interés y con convicción la nueva vida […] una adhesión […] al comunismo […] que vibra y se manifiesta a cada instante».

Eso vio, o pensó ver, o quiso ver, o creyó ver, o imaginó ver, Lombardo Toledano.

La realidad fue otra. La realidad fue la gran hambruna del invierno de 1932 a 1933, que Stalin orquestó para secuestrar el grano de Ucrania y someterla. Se llevó a cabo con unidades policiales soviéticas por diversas vías, incluido, por supuesto, el asesinato masivo. Murieron 3.3 millones de personas. Esa hambruna consolidó la nacionalidad ucraniana.

Lombardo Toledano legitimó con su libro un régimen criminal. Pero entre él y la realidad mediaba al menos una ideología universalista. Y, como muchos rusos hoy, es probable que desconociera los hechos de Ucrania.

No es el caso de nuestra izquierda. ¿Qué explica su actitud? Su apego no es ideológico, como el de Lombardo. Saben que Putin es anticomunista y hasta zarista. Tampoco hay en ella desinformación o ignorancia: los horrores en Ucrania están a la vista de todos. Inventan que el presidente Zelenski (hijo de judíos exterminados en el Holocausto) es un títere de los nazis: ¿son crédulos o los corroe la mala fe? Justifican la invasión por respeto a esferas geopolíticas: ¿han olvidado las guerras que Estados Unidos desató en América Latina, inspiradas en el «Destino manifiesto»? ¿Qué hay entonces?

Lo que hay es la entusiasta aceptación de una narrativa que exalta al hombre fuerte sobre las leyes, instituciones y libertades de la democracia liberal. Sembrada en parte por las redes rusas, esa postura ha encontrado suelo fértil en el caudillismo de nuestros países. Y no solo en ellos. Vivir en Occidente subvirtiendo los cimientos de Occidente es la nueva moda.

No importa que esa adhesión implique avalar la vuelta del terror estalinista. No importa que el líder a quien ahora se rinde culto tenga semejanzas con el genocida nazi que enardeció a las derechas mexicanas y latinoamericanas, con su búsqueda imperialista de un Lebensraum, sus designios de purificación étnica, su odio al «cosmopolitismo» y su absoluto desprecio por la vida humana.

El sector de la izquierda que permanece insensible al dolor y al heroísmo y, por el contrario, admira a Putin, ha traicionado los últimos residuos de su legado moral. Ha abrazado las dos ramas totalitarias del siglo XX.

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