«Si los jóvenes supieran, si los viejos pudieran».

                                                                                                   Daniel Cosío Villegas

Daniel Cosío Villegas, el mayor intelectual liberal del siglo XX en México, se opuso siempre a la entrega de todo el poder a una sola persona. Esa convicción -presente en sus libros, ensayos y artículos- lo acompañó desde joven, determinó su rechazo al fascismo y al comunismo, y se reafirmó en el último tramo de su vida, que transcurrió al final del período de Díaz Ordaz y durante casi todo el de Echeverría.

A Díaz Ordaz, don Daniel lo condenó al infierno de la Historia por el crimen de Tlatelolco y dedicó el resto de aquel sexenio a criticar, en su columna semanal de Excélsior, «el espacio infinito que ocupa en el escenario público nacional el presidente de la república y las malas consecuencias de esta situación anómala y antipática». A Echeverría lo recibió con cierta esperanza por «la atmósfera de libertad que comenzaba a respirarse» en 1971, pero no tardó en decepcionarse de aquella engañosa «apertura democrática» y terminó por desnudar la entraña demagógica y autoritaria del presidente en un libro memorable: El estilo personal de gobernar.

Nuestro maestro razonó que la democratización del sistema tenía como condición necesaria el acotamiento del poder presidencial. En El sistema político mexicano (Joaquín Mortiz, 1972), primer tomo de una tetralogía que fue muy leída, lo dice claramente: «el problema político más importante y urgente del México actual es contener y aun reducir en alguna forma ese poder excesivo». En ese contexto, citaba a Madison: «La gran dificultad de idear un gobierno que han de ejercer unos hombres sobre otros radica, primero, en capacitar al gobierno para dominar a los gobernados, y después, en obligar al gobierno a dominarse a sí mismo». Y concluía: «Es indudable que México ha salvado de sobra la primera dificultad, pero no la segunda».

¿Cómo habíamos llegado a ese extremo? A las facultades legales y extralegales que explicaban la concentración de poder en la presidencia, se sumaban razones históricas, sociales, geográficas, políticas, morales, psicológicas que don Daniel exploró en detalle. En una sociedad tan poco diferenciada como la mexicana, el poder seguía fascinando a los jóvenes, plantando en ellos ambiciones que no eran comunes en otros países. La posición radial del Distrito Federal favorecía también el fortalecimiento del Ejecutivo, lo mismo que la piramidación burocrática. El Poder Legislativo se plegaba al presidente por ambición trepadora, pero el Judicial, teniendo buenos soportes formales y materiales para fincar su independencia, era cautivo por simple y llano temor. En ambos casos, sentenció, «la sujeción es más lucrativa que la independencia».

Hasta la creencia común de que el presidente de México lo podía todo contribuía a aumentar su poder. La suerte de los mexicanos no dependía de un acuerdo institucional sino de una voluntad personal, del arbitrio de un hombre de carne y hueso:

… la creencia de que el presidente de la República puede resolver cualquier problema con sólo querer o proponérselo es general entre todos los mexicanos, de cualquier clase social que sean, si bien todavía más, como es natural, entre las clases bajas y en particular entre los indios campesinos. Estos, en realidad, le dan al presidente una proyección divina, convirtiéndolo en el Señor del Gran Poder, como muy significativamente llaman los sevillanos a Jesucristo.

Este elemento religioso le parecía lamentable porque bloqueaba la maduración ciudadana y la construcción institucional. El presidente era el «Iluminado Dispensador de Dádivas y Favores». Por eso México no era una república, sino una «Monarquía Absoluta Sexenal y Hereditaria en Línea Transversal».

La monarquía llegó a su límite en 1994, entró en coma a partir de 1995, y cesó de existir en el 2000. En lo que va del siglo XXI, con todos nuestros nuevos y viejos problemas, los ciudadanos no han entregado el poder absoluto a una persona. El poder está dividido, como debe ser en una democracia. Que ese arreglo funcione mal es responsabilidad de los gobernantes, no de la democracia, cuyo mecanismo central es, precisamente, la posibilidad de castigar al mal gobierno eligiendo otro.

Han transcurrido muchos años. Las nuevas generaciones no vivieron esa «monarquía». Tampoco padecieron al «Iluminado Dispensador de Dádivas y Favores» o temieron al «Señor del Gran Poder». Si ellos supieran escuchar. Si uno pudiera explicar.

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