Hace un par de días, altos magistrados de la Corte de Casación de Italia, que lleva el caso de extradición de Tomás Yarrington a México, negó esta misma. Habiendo sido ya otorgada la extradición a Estados Unidos, no se trata desde luego de una negativa que tenga que ver con la presunción de culpa o la solidez del expediente, sino de otra cosa. Es una vergüenza.

Los magistrados señalaron que las condiciones penitenciarias en México eran inaceptables para Italia y por lo tanto no se sentían capaces de enviar a Yarrington a lo que podríamos llamar el “infierno mexicano”. Declararon que “no subsisten las adecuadas condiciones para una extradición del exgobernador de Tamaulipas a México, por la existencia de una situación de crónica, constante y sistemática violación de los derechos humanos en las cárceles del país”.

Dichas condiciones son bien conocidas en México. No necesitamos a un juzgador florentino que nos venga a decir lo que todos sabemos. Sobrepoblación, hacinamiento, corrupción, violencia, tortura: no hay prácticamente nada que sirva en las cárceles mexicanas, como la mayor parte de los países de América Latina, por cierto. Sólo que duele más cuando ya lo dice el Poder Judicial de un país que tampoco es conocido por la pulcritud de su sistema carcelario. No estamos hablando de Noruega, sino del país que fue de la mafia, y aunque se trata de la Toscana y no de Sicilia, de todas maneras no es un ejemplo de reclusión carcelaria.

No sé qué debe darnos más pena; la decisión del juez de Florencia, o la non fiction novel de Jorge Volpi sobre el caso Cassez: Una novela criminal. Ganadora del Premio Alfaguara y muy en el estilo de los textos anteriores de Volpi, el que le dedica al caso Vallarta-Cassez, como él le llama, es también un análisis y juicio devastador sobre el espeluznante sistema de justicia en México.

Desde la policía, los agentes del Ministerio Público, los jueces y los secretarios de juzgado, los celadores de las cárceles, hasta el presidente de la República, el procurador y el secretario de Seguridad Pública, no hay nadie que se salve en la historia de horror que cuenta Volpi. Se basa esencialmente en los documentos del juicio de Cassez y de los procesos de Israel Vallarta que, al término de doce años de cárcel, aún no ha sido juzgado ni, por supuesto, sentenciado.

Volpi dice que no se pronuncia sobre la culpabilidad o la inocencia de Florence Cassez y de Israel Vallarta, ni sobre la de la familia de este último. Sí se pronuncia sobre el espanto de procuración y administración de justicia en México. Cualquier lector mínimamente objetivo no puede más que llegar a la conclusión a la que llegamos muchos mexicanos que nos acercamos al caso por distintos motivos. Sobre Cassez, no sólo se trató de un montaje de televisión, sino de un montaje entero: cada día crece más la duda si hubo secuestro, secuestradores y secuestrados, ya sin hablar de todas las demás ficciones inventadas por García Luna y Cárdenas Palomino. En lo tocante a Vallarta, el propio Volpi confiesa su escepticismo ante el carácter impenetrable, insondable, de quien fuera durante un tiempo novio de la francesa. Pero independientemente de esa naturaleza inescrutable del preso, no cabe en la mirada o en la cabeza de Volpi que lo que no se ha hecho en el caso Vallarta es justicia.

Vale la pena leer la novela de Volpi sobre Florence y, además, enterarse del caso Yarrington en Florencia. Este es el desastre que vivimos en esta materia en México. No comenzó con Peña Nieto ni con Calderón ni con Fox, pero desde luego empeoró con Calderón y con Peña Nieto. Es el costo del pacto de impunidad, de la incapacidad de atender los problemas de fondo, y de una complicidad con la inercia y los usos y costumbres de México, que debieran ser a estas alturas insoportables para todos los mexicanos.

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