Es menester votar, mucho se ha dicho, no por personas, sino por ideas. Las personas son accidentes, productos accidentados de la historia, pero las ideas son necesarias, entes de razón permanentes[1]. La palabra “idea”, explican los filólogos, puede relacionarse etimológicamente con la palabra “paradigma”, del griego “parádeigma”, o “idea ejemplar”. Las ideas, explana Kant en la “Crítica de la razón pura”[2], son conceptos sin objeto congruo en el mundo sensible, y lo ejemplar es aquello digno de ser imitado. Luego, una “idea ejemplar” es un concepto allende lo sensible que merece ser guía de nuestros pensamientos y de nuestros quehaceres.
Las ideas, dice el filósofo alemán, conforman nuestra psicología, nuestra ontología, nuestra cosmología, nuestra teología, es decir, configuran el modo en que definimos nuestra consciencia, las cosas que nos circundan y su mecanismo, y los fines y principios que justifican nuestra existencia. Todo esto, cuando no es vulgar logorrea, sino filosofía sistematizada, es decir, que entreteje elementos, verdades, esencias y no remanentes lógicos, causa eso que en la filosofía kantiana se llama arquitectónica (“architektonisch”) intelectual, coherencia entre lo que se siente, lo que se piensa, lo que se hace, lo que se espera, etc.
La inteligencia, bien se ve, siendo arquitectónica instaura una epistemología, una teoría del conocimiento, especulaciones sobre la noción de verdad. La epistemología afana, sobre todo, hallar objetos específicos y perdurables, soslayar lo accidental, ese “cauteloso engaño del sentido”, a decir de Sor Juana, y captar lo específico y lo perdurable con lenguaje, dígase así, “morfogenético”, estructural y siempre heurístico.
Son verdaderos los objetos cuyas formas materiales, notas cualitativas y causas y efectos son apodícticos, perennemente evidentes para el sensorio y para el magín. Votar por ideas, por consiguiente, es votar por un modo de pensar arquitectónico, por un lenguaje guiador de actos, sentimientos, o dicho en buen castellano, es votar por una política o ideología.
La política no es, como quería Maquiavelo, una ciencia, sino arte de orientar en el mundo no a todos, sino a algunos, sin homogeneizar y según síntesis intelectuales sustentadas no por la idea de “proceso”, pero sí por la de “progreso”, recordando las sapientes enseñanzas de Manuel García Morente[3]. Orientar en el mundo a algunos, o politizar, civilizar, es urdir arquitecturas intelectuales basadas en verdades, que son o científicas o filosóficas o etnológicas. Examinemos veloces cada una de ellas.
La ciencia, de cierto, no capta objetos que se conozcan inmediata, sino mediatamente, singularidad contraria a la política, que versa sobre el espontáneo mundo humano, mundo de opiniones, harto móvil. La ciencia, mediante teorías, métodos, etc., destruye ilusiones ópticas, lógicas, religiosas, rasgo que no conviene al mundo social, donde impera lo sensiblero, lo animal[4]. El lenguaje de la ciencia es formalizador, riguroso, y no impreciso, anfibológico, como el esgrimido por las masas, hecho de refranes, proverbios, etc. La ciencia, en fin, desea la objetividad, por lo que ve en cada persona un objeto adecuado para la experimentación. La ciencia, ante los móviles conglomerados sociales, crea eso que Kant llamó “ens imaginarium”, intuiciones sin objeto. Formaliza, en fin, lo que jamás ostentará forma.
George Orwell, en artículo intitulado “¿Qué es la ciencia?”[5], describe lo que las masas imaginan que son las cabezas de los científicos de las ciencias exactas. Para las masas no son ciencias las que llaman “ciencias sociales”, pero sí las exactas, tales como la química o la física. Pocos meditan que ser científico es antes profesar pensamientos metódicos, claros, que acumular informaciones multitudinarias. Laborar todos los días con átomos, fórmulas, gráficas, sugiere Orwell, nos acostumbra a la objetividad, pero no a la moralidad.
La filosofía, por crear pensamientos casi siempre “demasiado grandes”, universales, generales, tampoco conviene a los achaques de política, que hemos dicho es arte de orientar a algunos. Kant define la filosofía así: “teleologia rationis humanae”, o “ciencia de la referencia de todo conocimiento a los fines esenciales de la razón humana”[6]. Esos fines esenciales, se sabe, son la prudencia metafísica, la claridad antropológica, la esperanza religiosa, la honestidad moral, tesoros útiles para armonizar lo internacional (“Weltgeist”) y la vida privada, mas no para guiar lo étnico, que vive de peculiaridades propias, no de razonamientos.
La etnología, parece, es el paradigma que conviene a la política, pues su apoyatura es el “sentido común”, es decir, las tradiciones. El pensar tradicional usa signos, no conceptos, y tales signos, en la cotidianidad, son designios, notas que nos permiten leer y predecir el mundo. Lévi-Strauss ha escrito en admirable libro[7] que el pensamiento mítico, étnico, salvaje, parcializa el determinismo, es decir, cree que las leyes de la naturaleza son distintas aquende, allende, en la montaña, en el río. También asevera que goza más imaginando y clasificando lo que ve e imagina que trabajando conceptos homogéneos. Gusta de acumular, nos dice, lo heterogéneo, que simplifica y significa con metáforas y alegorías. Y se sabe que las metáforas y alegorías, por fundamentarse en la idea de “semejanza”, dan “sentido” al mundo.
Las ingentes conexiones[8] mundanas del pensar mítico provocan constantes rituales reorganizadores, es decir, enderezados a reordenar lo que las muertes, los nacimientos, los terremotos, los maremotos, etc., desordenan.
De lo susodicho podemos concluir lo que sigue: que el paradigma de la ciencia, con su afán de objetividad, destruye el espíritu de los pueblos o naciones (“Volkgeist”, “Nationalgeist”), que el filosófico, de tan grande, lo disuelve, y que el etnológico lo conserva.
Ricardo Anaya, dicen los periódicos, es tecnócrata. La tecnocracia es resultado de la ciencia (el natural paso de la “subtilitas intelligendi”, del comprender, a la “subtilitas applicandi”, al uso de lo comprendido), que hemos dicho vuelve al ser humano autómata, o sea, mero “consumidor” para el economista, mero “votante” para el político, mero “paciente” para el médico, mero “pecador” para la religión, etc.
José Antonio Meade, dice la prensa, es conservador, por lo que cree que los valores, conceptos y gustos que heredó no del pueblo, sino de su clase social, son los valores, conceptos y gustos que todos debieran acatar. Y Andrés Manuel López Obrador, dicen los periodistas, es izquierdista, populista, y cree en mitos, que no son inferiores, como ha demostrado Lévi-Strauss, a las creencias de los científicos y de los filósofos. Sean las meditaciones dispensadas baremos para votar inteligentemente.-
Notas: 
[1] Los mexicanos, dice Juan Villoro en entrevista con Javier Lafuente (La esperanza en México está en bancarrotaEl País, 9 de abril de 2018), votan “pragmáticamente” y por amiguismo, pues viven en sociedad piramidal, de usos virreinales. En las empresas mexicanas, señala, hay duques, pajes, plebeyos, príncipes, no presidentes, pensadores, científicos.
[2] Las ideas morales, que no dependen de la experiencia, de circunstancia alguna, nos hacen libres. Sin ideas, sometidos siempre a lo inmediato, no somos libres, sino sencillas partes de la naturaleza. “Que las olas me traigan y las olas me lleven y que jamás me obliguen el camino a elegir”, dice Manuel Machado.
[3] Ver los Ensayos sobre el progreso, de Manuel García Morente, en Estudios y Ensayos, Porrúa, México, 1992. Todo proceso, se quiera o no, acaece, aunque puede ser interrumpido. El progreso, en cambio, sólo se da cuando se descubre algo que nos mejora ética, estética y lógicamente. La ciencia, por ejemplo, sólo representa progreso cuando mejora la vida. El visitar otros planetas, por de pronto, no representa para nosotros progreso.
[4] La “raíz de la humanidad”, dice Hegel en la Phänomenologie des Geistes, se basa en la “comunidad de las conciencias” (“Gemeinsamkeit der Bewusstein”). Pero las masas, antihumanas, diría Hegel, desean vivir sólo en la parcela del sentimiento y comunicarse sólo mediante sensiblerías.
[5] Ofrezco traducción del artículo de Orwell, publicado en la Tribune el 26 de octubre de 1945, en mi revista, Don Palafox (15 de marzo de 2018).
[6] Tal definición de filosofía, dice Kant, es ideal. Nadie puede jactarse de ser filósofo según dicha definición, que es ejemplar. El filósofo, por tanto, no es un “artista de la razón”, sino mero “legislador” de la razón, es decir, juez que determina la procedencia de los conocimientos. La filosofía pretérita era sistematizadora, homogeneizadora, pero la de hoy es científica, pretende sólo criticar los puntos de partida de todas las ciencias.
[7] El pensamiento salvaje, FCE, México, D.F., 2008. Ver cap. I, páginas 11-59.
[8] El mundo social está hecho, creemos, de lo que Dilthey llamó “den lokal und temporell bedingten Kreis der Vorstellungen” o “local y temporalmente condicionado círculo de representaciones”, nacidas de lo circundante. Ni los átomos de la ciencia ni las ideas celestes sirven para crear mundos liberales y políticos, sino para crear tecnocracias y teocracias.

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