«La historia no tiene libreto», decía Isaiah Berlin. Siempre lo he creído, pero a veces lo dudo. En mi libro El pueblo soy yo me propuse recrear esa supuesta o posible escritura de la historia política iberoamericana, para mejor refutarla.

El libreto -obra de Richard M. Morse- sostiene el apego de nuestras sociedades a una cultura política muy antigua, fincada en la tradición de la ley natural y la fe en una relación mística entre el pueblo y el monarca. Esta teología política, aunada a la veneración por los caudillos, ha hecho difícil nuestro tránsito a la democracia liberal. Para ser legítimo -dice Morse- un gobierno (bendecido o no por las urnas) responde a otra mentalidad, que resumí en un (aterrador) decálogo.

1.- El mundo es algo natural, no se construye. «En estos países, el sentimiento de que el hombre es responsable de su mundo es menos profundo y está menos extendido que en otros lugares […]».

2.- Desdén por la ley escrita. «Este sentimiento innato para la ley natural va acompañado de una actitud menos formal hacia las leyes que formula el hombre […]».

3.- Indiferencia a los procesos electorales. «Las elecciones libres difícilmente se revestirán de la mística que se les confiere en países protestantes».

4.- Desdén hacia los partidos y las prácticas de la democracia. Tampoco son apreciados los partidos políticos que se alternan en el poder, los procedimientos legislativos o la participación política voluntaria y racionalizada.

5.- Tolerancia con la ilegalidad. La primacía de la ley natural sobre la ley escrita acepta prácticas y costumbres incluso delictivas que en otras sociedades están penadas, pero que en estas se ven como «naturales».

6.- Entrega absoluta del poder al dirigente. El pueblo soberano entrega (no solo delega) el poder al dirigente. Es decir, en América Latina prevalece el antiguo pacto original ibérico del pueblo con el monarca.

7.- Derecho a la insurrección. La gente conserva «un agudo sentido de lo equitativo y de la justicia natural» y «no es insensible ante los abusos del poder enajenado». Por eso, los cuartelazos y las revoluciones -tan comunes en América Latina- suelen nacer del agravio de una autoridad que se ha vuelto ilegítima. No es preciso que la insurrección cuente con un programa elaborado: basta que reclame una soberanía de la que se ha abusado tiránicamente.

8.- Carisma psicológico y moral. Un gobierno legítimo no necesita una ideología definida, ni efectuar una redistribución inmediata y efectiva de bienes y riquezas, ni contar con el voto mayoritario. Un gobierno legítimo debe tener «un sentido profundo de urgencia moral» que a menudo encarna en «dirigentes carismáticos con un atractivo psico-cultural especial». Los tiranos no pueden ser legítimos.

9.- Apelación formal al orden constitucional. Una vez en el poder, para superar el personalismo (rutinizar el carisma), el dirigente debe dar importancia al legalismo puro como vía a la institucionalización de su gobierno.

10.- El gobierno es cabeza y centro de la nación. Como el monarca español, «el gobierno nacional […] funciona como fuente de energía, coordinación y dirigencia para los gremios, sindicatos, entidades corporativas, instituciones, estratos sociales y regiones geográficas».

Aunque admito la profundidad de estas «premisas culturales», me niego a admitir su ciego dictado. Suponen un determinismo oprimente. Son las raíces del presidencialismo patrimonialista mexicano del siglo XX. Son las que justificaron gobiernos autocráticos que comenzaron por ofrecer la salvación y terminaron por dejar un legado de dolor, opresión y miseria. Regímenes que, para colmo, una vez que acceden al poder, no lo dejan. Cuba y Venezuela son un ejemplo.

Basado en el decálogo, propongo esta definición crítica del populismo:

Un líder carismático con «atractivo psico-cultural» llega al poder por la vía de los votos y con la fuerza de los antiguos demagogos promete instaurar el reino del bien común, ya sea la Arcadia del pasado o la inminente utopía. Pero como la realidad se resiste al orden cristiano, y como el líder alberga ambiciones de perpetuidad, y como los procesos electorales son para él medios para alcanzar el poder absoluto, procederá a minar, lenta o apresuradamente, las leyes, instituciones y libertades de la democracia, hasta asfixiarlas.

En un futuro no lejano, los mexicanos sabremos si el libreto prevalece. En ese caso, el frágil edificio de la democracia liberal correrá un grave riesgo. Pero la historia mexicana es también una hazaña de la libertad.

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