El tema de derechos humanos va adquiriendo cada día mayor pertinencia en el mundo. La reaparición o amenaza de regímenes autoritarios y represivos en América Latina; de las llamadas democracias “no-liberales” en Europa (Hungría y Polonia) o de sectores derechistas antiinmigrantes (Suecia, Alemania, Italia); de dictaduras más o menos disimuladas y con mayor injerencia fuera de sus fronteras (Rusia), y la claudicación de los baluartes de la (relativa) defensa reciente de dichos derechos (Estados Unidos, Canadá, Francia), hacen que el panorama en la materia resulte desolador.

En México, nos encontramos en una situación inédita. Desde finales de 2006 han muerto aproximadamente 240 mil personas, y han desaparecido 40 mil. La inmensa mayoría de estos casos siguen sin resolverse. No sabemos cómo, dónde, cuándo y por qué murieron o desaparecieron. Ya ni hablemos de castigar a los culpables, cualesquiera que hayan sido: sicarios, narcos, militares o policías. Es cierto que parte de la hecatombe es inercial y no les pertenece a Calderón o Peña Nieto. El promedio de homicidios dolosos por cien mil habitantes de esta verdadera decena trágica ha sido de 20; sin guerra optativa, hubieran sido 8; la diferencia, digamos 120 mil muertos, sí es de los dos presidentes. Hay muy pocos países en el mundo donde en tiempos recientes se ha producido una carnicería semejante sin saber ni castigar.

Nadie sabe bien a bien qué hacer al respecto. Comisiones de la verdad, justicia transicional, voluntad de saber, investigación internacional: todas son buenas opciones, ninguna es suficiente en sí misma y todas son dolorosas. Lo que resulta imposible es perdonar a la enorme cantidad de asesinos de la diferencia mencionada y de los desaparecidos, sin que los familiares de las víctimas se enfurezcan, sin que los organismos externos se indignen, sin que la sociedad mexicana deje de resignarse ante la impunidad rampante que impera en este país. Eso no se va a poder. ¿Entonces?

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